miércoles, 1 de octubre de 2014

Las formas del tiempo

Era exactamente así. El fracaso, la derrota y la frustración teñían todo su ser,
como si lo hubieran sacado de una solución de tinta azul claro tras haberlo dejado un día
entero en remojo. Un hombre al que uno le daban ganas de meterlo en una caja de cristal y
dejarlo expuesto en el laboratorio de química de un colegio con una etiqueta que rezase:
«HOMBRE AL QUE, HAGA LO QUE HAGA, TODO LE SALE MAL».
Haruki Murakami [Dansu, dansu, dansu]

El hombre no tiene enemigo peor que él mismo.
Cicerón

I. El tiempo como refugio

Aquella mugrienta cafetería del barrio Imola - feudo de terroríficas bestias y de eternas noches líquidas - solía ser el último refugio ante el fracaso, la frontera sin ley de la desesperación; su forma fue testigo de la agonía de muchos, pero han sido tantos que ni siquiera es posible aseverar que no haya sido testigo de la agonía de todos. En sus pequeñas mesas de madera fueron concebidas ominosas historias, producto de mentes perturbadas, corrompidas en el origen, finalmente invadidas por la ciencia de lo absurdo, por lo absurdo de la ciencia. Este brevísimo relato - que encaja en la descripción anterior, para qué engañarse - bien podría haber tomado forma allí, a la par del célebre sonido de una antiquísima máquina de café, glorificada por el triste aroma a primavera de junio. Sus paredes, ridículamente decoradas con cuadros y vinilos, pequeñas almas de los gigantes del folklore local, hacían las veces de inmensas trincheras, barrera contra el caos de la guerra interior.

El dueño de este circo indómito era un hombre calvo, muy alto, de inteligentes ojos negros, quien por las mañanas se colocaba un delantal negro y atendía, con inusual desparpajo, a los clientes. Su único empleado ingresaba alrededor de las doce del mediodía; era un inquieto tipejo de pelo largo, obeso y mal oliente (una aberración), que disfrutaba comer los granos de café de la máquina (otra aberración). Entre los habitúes del lugar se decía que lo habían contratado por lástima (anteriormente se dedicaba a limpiar las calles, bajo las órdenes de una comisión vecinal de dudosa constitución; trabajo por el que recibía apenas unas putas monedas), pero el contraste a simple vista entre empleador y empleado omitía el rasgo insólito que compartían: ambos eran sordos y mudos.

Ubicada en una esquina cualquiera de la ciudad sin nombre, la cafetería siempre había gozado de buena reputación, sobre todo porque la decoración del lugar encontraba su complemento perfecto en la matemática perfecta de la música. Sin embargo, no dejaba mucho dinero últimamente. Aquí me detendré en el cambio que operó en las almas de Imola una inolvidable madrugada fatal de febrero. Aquellos crímenes le quitaron todo el encanto al barrio de calles de adoquines, abandonado por su propia gente, por las autoridades y, en última instancia, por las fuerzas de seguridad. Imola dejó de ser noticia por su belleza y por los acontecimientos culturales que maravillaron a toda la ciudad desde el inicio de los tiempos; dejó de ser una atracción turística y gen de la frivolidad anhelante. Tomó la forma de una tierra arrasada, de un desierto inconmensurable. En ese patético escenario, los comercios empezaron a agonizar, y varios optaron por bajar sus persianas. Quienes se mantuvieron firmes, sabían que no durarían. El dueño de la cafetería lo sabía.

En libertad, el tiempo toma la forma del caos y de la pena infinita; es incapaz de asimilar la comodidad, la burda hermandad con la derrota. Cae, entonces, la venganza sobre los complacientes; acaba el estadío de inacción y comienza a alimentarse de lo inenarrable para encerrarnos en su prisión de cristal. Con timidez, el hombre acaba otorgándole un rostro al tiempo, lo imagina cerca, lo hace descender (ascender) a su nivel, para perder el miedo y mantenerse sano. Con ciertas reservas, esto puede resultar beneficioso, incluso placentero. Pero a veces las formas son brutales.

El joven Carazc, en una pasmosa situación de aburrimiento, miró por la ventana que daba hacia la calle: la vista no tenía el menor atractivo, tan solo unos cuantos autos locos, una construcción medio abandonada y una iglesia derruida en la esquina opuesta. Claro que, para muchos, lo único importante en una cafetería acaba siendo el sabor de su café. Al pobre muchacho le bastaba con no tener delante una taza de agua sucia. Luego tomó una servilleta de papel y comenzó a jugar con ella, sin mayor intención que burlarse del tiempo. Mientras divagaba, no dejaba de pensar en que aquella cita había sido un error. Amaba a su hermana. Pero como no quería compartirla - puede aquí el lector imaginar miles de cosas y, lamentablemente, siempre tendrá razón -, Carazc terminó odiando todo lo que compitiese con el accidente de su amor. La brava tormenta del existencialismo caía sobre su cabeza. Se dio cuenta que quería escapar, estar del otro lado de la Puerta, así que emprendió la estoica retirada. Pagó la cuenta (apenas le alcanzaba) y procedió a escribir un mensaje en la servilleta.

La hermosa Barazc se había retirado al baño para pensarlo mejor. Amaba a su hermano, pero pensaba que era un completo infeliz, que no valía la pena detenerse en sus nimiedades. Acaso debería preocuparse más por su matrimonio, al borde del colapso por el carácter flamígero de su pareja (y, no lo aceptaría nunca pero, también el de ella). El baño era muy pequeño y mucho más sucio de lo que cualquiera imaginaría para sus proporciones. Mecánicamente se lavó las manos, tomó un pedazo de papel higiénico y se secó hasta rasparse las manos. Juntó un poco de coraje, se acomodó el cabello y salió al encuentro de Carazc, dispuesta a decirle que no quería volver a saber nada ni de él ni de sus malditos problemas.

II. El tiempo como violencia aberrante

Regresó Barazc a la mesa donde lo esperaba su hermano. No reparó en lo sencillo que fue su camino, como si no hubiese otras mesas para esquivar. No reparó en el brillo distante del ancho sol que estallaba en la cafetería, como si no hubiesen paredes o éstas fuesen transparentes. No reparó en el hombre que estaba sentado en el lugar de Carazc, ni en que era ésta la única persona en todo el local. Cuando la muchacha tomó asiento y prestó atención a los detalles, emitió un grito de sorpresa: frente a ella había un sujeto de unos cincuenta, quien era, obviando el color de cabello, las arrugas, y unas ropas bastante raras, idéntico a su hermano. Era un Carazc «de cincuenta», por así decirlo. Muy previsible, verdad? Siempre suceden esas cosas. El lector podrá adivinar también que el Carazc «de cincuenta» estaba ciego. Aparentemente, a la joven le sucedía lo mismo pues muy tarde se dio cuenta que estaba en una especie de caja de vidrio, suspendida en el cielo de la ciudad sin nombre, decorada solo con una mesa y un par de sillas del mismo material. Previsible, sin dudas. Tanto como la desesperación de Barazc por salir de allí. Comenzó a golpear las paredes de aquella cafetería tan particular, sin éxito. Mientras tanto, su hermano (ahora mayor) parecía muy tranquilo y hablaba sobre un loco vestido de negro y una escultura que habían salido en las noticias.

Rendida ante el poder de lo demencial, la muchacha se derrumbó en el piso de la prisión de cristal. Mientras una nube rebelde tapaba al ancho sol, y se mezclaba una paleta de grises en el lienzo celeste, tomó forma un sujeto al que los hermanos hubiesen preferido no conocer: el falso Mesías, el soberano de una tierra desconocida, el Arconte. Aquella forma del tiempo era tan inofensiva como devastadora: un tipo de rostro femenino, de cabello grisáceo y corto, cubierto por una extravagante túnica, del mismo color.

Las grandiosas vías de la comunicación humana se redujeron al triste sonido de los pasos del Arconte. De su hermosa túnica sacó un inmenso libraco verde de tapa dura (que debía pesar unos siete u ocho kilos), lo abrió y comenzó a leer. Su voz era tan aterradora como su silencio: violenta y llena de interrogantes. Al principio, parecía estar recitando un poema épico (a la vez, el Carazc «de cincuenta» seguía contando sobre un asesinato que había salido en las noticias). Para la muchacha, la parte más difícil era creer en todo lo que estaba sucediendo, no tanto hallar una explicación a lo absurdo. El Arconte se detuvo y esperó, impertérrito, a que el viejo se callara. Sin perder la calma, el soberano sacudió su brazo y golpeo al Carazc «de cincuenta» en el rostro. El golpe fue feroz y dejó al viejo tendido en el suelo, aparentemente inconciente.

Continuó leyendo el libro «por siempre verde», ahora en un perfecto castellano: "Allí, en las afueras de la celebérrima ciudad roja, donde el tiempo del universo toma la forma de nuestro tiempo, la prisión de cristal se alzará sobre la luna y dará la bienvenida a las almas viejas de los desgraciados".

III. El tiempo como luz distante de un cielo distante

No existía una explicación sensata para el abismal relato del Arconte, quien continuó describiendo ese remoto feudo, ajeno al hombre, ante una asustada Barazc. Prosiguió: "El juez eterno y soberano de esta tierra, el Arconte Preto-sal, salvará a uno y solo a uno de los caídos; éste deberá trascender al umbral de la imaginación y derribar con su dolor las columnas infinitas del templo. Quienes no reciban la gracia del Arconte, permanecerán en la prisión de cristal, receptando el odio de su propia existencia hasta el fin de todo. Este tomo antecede al tomo «de las Eras», que descansa en la ominosa Sevilla, en la tumba de…"

Súbitamente, la prisión de cristal comenzó a temblar y a quebrarse. El Arconte perdió el equilibrio y dejó caer el libro, perplejo ante los hechos; Barazc, vencida por la desesperación, se aferró a la mesa. Ambos repararon en el viejo, que seguía tendido en el suelo, y sostenía ahora una servilleta de papel con una mano y un bolígrafo con la otra: el Carazc «de cincuenta» estaba borrando el mensaje del joven Carazc. La prisión perdió su forma, se rompió, y los tres comenzaron a caer desde una descomunal altura. Mientras le llegaba su hora, la muchacha pudo apreciar el cielo, siempre tan detestable, y a su astro más gordo, que brillaba como una luz distante. Barazc cerró sus ojos, pensó en su hermano, quien la había librado del juez eterno pero la había condenado, y al abrirlos, ya no se sintió caer. El umbral de su imaginación volvió a tomar la forma de la cafetería, y allí estaba el joven Carazc, radiante, esperándola con un café recién pedido. El dueño del local sonreía, cómplice, a sabiendas que pronto no habría más historias en aquella horrenda cafetería del barrio Imola.

Con este relato no busco la atención de los supersticiosos, quienes caminan con orgullo por la vida, cargando su pesado desconocimiento de los axiomas de la sensatez. Mucho menos busco conmover al lector escéptico, bien pensante y reflexivo, quien bajo ningún concepto permitirá asombrarse; apenas encontrará todo muy gracioso y podría utilizarlo como evidencia para enviarme a un asilo menta (o me comprará un gatito). Yo mismo he tenido la posibilidad de experimentar aquel sentimiento de superioridad intelectual, y mantenerme ajeno a la locura demencial, hasta que por azar (quisiera creer) tropecé con los protagonistas en cuestión en la siniestra esquina. Me permitieron - con sus debidas reservas - ojear el inmenso tomo verde de tapa dura que el soberano de una tierra desconocida perdió en este tiempo, cuyo contenido pido a dios (si existe), permanezca oculto en la oscuridad más profunda, para evitar que tome la forma más brutal de todas.


Autor: Cesar de la Luz
Dibujo: Juanita Frijoles