martes, 27 de diciembre de 2011

El orgasmo de Erasmo


Con el paso del tiempo, conforme iba alejándome de aquel pequeño mundo,
dudaba sobre si los sucesos de aquella noche habían sido reales. Si pensaba que habían
ocurrido de verdad, me parecía que habían ocurrido de verdad; pero si pensaba
que eran una fantasía, entonces me parecía que habían sido una fantasía. Para ser una 
ilusión, los detalles eran demasiado precisos; para ser reales, éstos eran demasiado hermosos.
El cuerpo de Naoko y la luz de la luna.
Haruki Murakami [Tokyo Blues – Norwegian Wood]

La tumba que te parió – Offtopic

Postales de un barrio olvidado por todos. Un pequeño jugueteando con su padre como si el tiempo no fuese más que un obtuso impedimento para el goce. Un lánguido anciano arrastrándose por la vereda, utilizando un bastón para suplir las facultades que ese obtuso tiempo le arrebatara. Una odiosa pareja de jovencitos, de la mano, observando el cielo misterioso de nubes mentirosas, sonriendo ante el venturoso porvenir, sin comprender el carácter efímero y falso de la felicidad. “Estupidez”. Un pozo interminable en el suelo; un desagradable montículo de tierra húmeda. Y un muchacho triste que no puede evitar el fin de su existencia, al servicio de aquella desgracia que agrede a todo el que permite su entrada. Un puerto desolado de ominosos bodegones, donde descansan las inescrupulosas entidades fuera de control. Allí la devastación amorfa rinde tributo a los infames demonios verdes, y a su líder inexpugnable: el Diablo de papel celofán. Postales de un rincón de la ciudad sin nombre olvidado por todos.

El joven Alonso descansaba en su habitación del primer piso. Aquella antigua casa en el medio de la nada era refugio y, al mismo tiempo, la cárcel más espantosa que un ser pensante podía tener. Los alaridos de los pajarracos impedían que conciliara el sueño. Claro, en la granja que su padre y su madre mantenían con denostados esfuerzos no había mucho que se pudiese hacer. Podía dormir; o podía suicidarse. La muerte no es únicamente solución; también es salvación. El viento fétido balanceaba las copas de los árboles y las hacía chocar contra las paredes exteriores de la casona, construida allá por fines del siglo XIX bajo el expreso mandato del recordado doctor Hernández, quien falleció en circunstancias que preferiría no relatar, sobre todo por compasión a las inocentes almas que aún forman parte de este corrupto planeta lleno de agua. “Lujuria”. En el cuarto contiguo, la materialización de aquella inocencia: sus dos hermanos menores, y del otro lado, sus progenitores.

Tras unos segundos de indecisión, se levantó; había perdido hacía muchos años ya el miedo aún impreso en el cuerpo de los pequeños: el terror al silencioso e interminable vacío de la casona de crujientes maderas, cercada por los campos de trigo de la familia y un muro de negruzcos árboles. La imperante soledad de la granja provocaba, incluso en las vacas, melancólicas creaciones de vaya a saber quién, irrefrenables deseos decadentes. Un final varias veces anunciado, nunca concretado. Alonso abandonó su cuarto, en el primer piso, y enfiló hacia las escaleras, con rumbo desconocido; lo hizo despacio para no despertar a sus atareados padres y a sus rebeldes hermanos. Apareció ante sus ojos, ya en la planta baja, la cocina – quizá lo más grande e interesante de la apática propiedad de incomprensible estilo – sin poder evitar el refrigerador, donde una deforme pero brillante botella de leche aguardaba con paciencia. Cada paso estaba seguido de un crujido, típico pero igualmente detestable. Cada crujido estaba seguido de un paso, vacilante pero inevitable. Mientras bebía, el hijo mayor del matrimonio observaba con delirante atención la puerta trasera de la casa, de robusta madera y amarga tonalidad; esperaba la visita de algún loco, supongo. Pero no era esa gente, el tipo de gente que recibía visitas inesperadas: todo estaba diagramado; todo era predecible, hasta el fastidio.

Enjuagó su boca y la botella de leche; la apoyó sobre la mesada y comenzó el arduo camino hacia el piso superior. El molesto ruido de las escaleras continuaba. Alonso joven pareció oír unos pasos en el cobertizo; no pudo evitar detener su marcha y observar hacia arriba y hacia abajo; lo mismo hizo cuando llegó a la puerta del baño, mirando hacia izquierda y derecha. Luego, como si nada, continuó la travesía hasta el cuarto que el destino (su padre) le había asignado. Tenía dos opciones: dormir o suicidarse. La muerte también es redención. Así fue que volvió a tenderse en la cama, observando insistentemente la ventana cuya persiana permanecía cerrada e intentó, a pesar del golpeteo de los árboles contra la casona, a pesar del inenarrable aburrimiento que padecía, a pesar del crujido de las paredes, conciliar el maldito sueño. Observado por un peluche blanco, el único en su cuarto de adolescente, acomodó su brazo izquierdo bajo la almohada y trató, en vano, de despojarse del mundo tan simple que lo rodeaba. Imaginó la vida en la ciudad. Imaginó algo que no debía imaginar. “Locura”.

Aquel jovencito sentía por esa casa un profundo rencor: la consideraba su refugio, pero también una cárcel para su alma. No imaginó que pronto, esa construcción algo pedestre, levantada por expreso mandato del viejo Hernández, un doctor cuya muerte continúa siendo inenarrable, también se convertiría en su tumba. Aunque claro, esa granja, a pesar de sus obvias malignidades, no tenía ni tendrá nunca punto de comparación con el inmundo barrio donde habita el caos reptante, donde un desprolijo idiota de aspecto lamentable cavó su propia fosa, a la cual se arrojó, para horror de los vecinos, para deleite de las entidades fuera de control. Estoy hablando del barrio Sevilla, por supuesto.

El hijo mayor del matrimonio Alonso imaginó algo que no debía imaginar; vio algo que no debía ver. Lo vio arrojarse al pozo toscamente cavado. Vio esa trémula y desencajada sonrisa al momento de lanzarse hacia el fastuoso abismo de alienación, presa de una sombra de ojos incoloros. Aquel chico de campo fue testigo privilegiado del comportamiento errático del hombre cuando cae en las garras de ‘eso que no se puede nombrar’. La inescrutable visión de su ventana, cuya persiana estaba cerrada, fue devorada por un inverosímil bombardeo de imágenes: un puerto mugriento, una esquina maltrecha, un puente endemoniado, una guarida desesperanzadora, el Golem azul, la plazoleta interminable, y los negruzcos árboles escupiendo miles de hojas en pleno otoño, la estación de las lágrimas. De pie, a pocos metros de una terminal de tren tan antigua como la lujuriosa maldad, el chico de campo notó como la luna se escondía, temerosa vaya uno a saber de qué.

Impresionaba la forma en que los habitantes de aquel infierno de pan rallado escapaban raudamente hacia sus moradas, bajas casas y agrios departamentos que nunca terminaron de encajar en ese universo paralelo tan patético y hediondo. Hordas de personas de borroneados contornos, al trote, en busca del calor absurdo de sus familias. “Ignorancia”. Y entre ellos, la desgracia hecha persona: un hombre sin rumbo, sin vida. Claro, el chico de campo, nunca reparó del todo en este sujeto; llamó su atención la persona que acompañaba al desprolijo infeliz. Vencido por el encanto de algo que nunca existió, vencido por la curiosidad, decidió seguirlos. Era solo un sueño. Nada malo podía suceder. Con dificultad esquivó la infinidad de transeúntes que se agolpaba en las calles derruidas del barrio Sevilla, rincón de la ciudad sin nombre olvidado por Dios y por el Diablo; vestía aún su pijama celeste: tiritaba ante el peligroso viento, casi invernal. De no haber sido un vecindario enceguecido por la estupidez, se habrían percatado del aspecto de Alonso y habrían evitado el próximo desenlace. El indefenso jovencito no temía perderse en ese lugar de perdición y pecado; parecía discernir que en un sueño estaba y que, de un momento a otro, sería su madre quien lo rescatase. La pareja perseguida abandonó hábilmente la calle Olimpo, doblando en la primera esquina perpendicular a la estación de tren. Se encontraron con el pasaje principal del barrio, la calle Bandera, y enfilaron por allí hasta la Plaza Central. Dicho pasaje estaba invadido de negocios horrendos y de la más baja calaña, atendidos por gente que no daba muestras de pertenecer a este mundo; ni siquiera podían adivinarse los nombres de la calles pues los carteles azules eran ilegibles; quizá utilizando alguna artimaña, el Diablo había borrado todo rastro de humanidad en los rostros, sobre todo en el rostro de aquella noche borrascosa que quedaría impresa en la memoria de los vivos y de los muertos. “Destino”. Los habitantes de ese infierno de helado de vainilla danzaban sobre cucuruchos de asfalto, mientras el cielo se teñía de un color indefinible. Una mujer de unos cuarenta luchaba denodadamente contra sus cinco hijos: de aquí para allá, los infantes molestaban a los peatones, desquiciaban a su madre, y provocaban al Diablo, que vela y espera pacientemente para descuartizar y devorar las inocentes almas repletas de malignidad. Las luces de los negocios humildes y tristones lograban iluminar lo que la luna no podía; una luna que se escondía detrás de una densa y perversa humareda otoñal. El chico de campo observaba boquiabierto el espectáculo de la ciudad, asombrado por la magnificencia (ficticia) del lugar, un lugar que conocía por primera vez, aunque de un sueño se tratase.

Alonso notó como uno de sus perseguidos (el hombre) gesticulaba nerviosamente, mientras su acompañante agitaba las aguas de la desesperación, preparando el terreno para el ataque final de una sombra ominosa. El jovencito los siguió hasta la Plaza Central, donde comenzó a dudar de la veracidad de la situación: no era probable que alguien lo despertara pues se sentía cada vez más involucrado en la fantasía, casi percibiendo los movimientos y sentimientos de los dos zánganos a quienes seguía. Su conciencia maltrecha se estaba fundiendo con el sueño, borrando su existencia, allí, en la casona crujiente construida por el malogrado doctor Hernández, cuya muerte fue tan insólita como grotesca.

A diferencia de ese curioso par, Alonso decidió atravesar la plazoleta bordeándola y evitar el camino del centro. La esquelética arboleda casi artificial, muerta por efecto del otoño, de un tono marrón demasiado feo, dejaba entrever algunos rayos provenientes de los focos de luz que alumbraban tenuemente la serpenteante vía que algunas parejas podían considerar romántica, pero que de romántica no tenía absolutamente nada. Un par de malvivientes observaron a la pareja con obvias intenciones pero no parecieron reparar en el jovencito que vestía un pijama celeste, bastante infantil para su edad. El ciclópeo ayuntamiento, un edificio ancho, pálido y monótono, decoraba penosamente la esquina noreste de la plazoleta principal, una plaza que carecía de juegos para los pequeños hijos del Diablo. Aquella inefable mole de concreto llamó tanto la atención de Alonso que por un instante perdió de vista a sus perseguidos. Así como las maderas de su casa de campo crujían ante cada paso, las distraídas hojas que escapaban de los árboles crujían cuando el muchachito las pisaba con sus zapatos de noche. Recordó, entonces, sus aventuras a la planta baja, sus noches delante del ventanal de la cocina, sus opulentos desayunos a la mesa con su madre y sus dos hermanos, y aquella joven de bonito rostro con quien compartía sus días de escuela. Pestañeó y, sin perder el rastro, continuó con su imprudente persecución. Retomaron por la calle Acuario, paralela a Bandera, recorriendo un par de cuadras, bajo la atenta mirada del Golem azul, estigma indefinible del caos otoñal, y doblaron luego de pasar por una vieja casa de apuestas. Alonso se extrañó por aquel artefacto que organizaba el transito al son de tres colores, y no pudo evitar una mueca de admiración al pasar por la casa de apuestas donde se agolpaba una insólita cantidad de gente. “Dinero”.

Ya en la calle Pino, la pareja se detuvo a los 200 metros, sitial del pecado original y de la aberrante mentira. Alonso se dispuso cerca de aquel umbral pavoroso, protegiéndose con un poste de luz pintado de verde y amarillo de innecesarios riesgos. La distancia que los separaba, claro, y la oscuridad de la calle Pino, hizo que el chico se perdiese detalles. Fue muy afortunado. Las nubes misteriosas de la estación de las lágrimas ocultaron la luna y evitaron que ese astro blancuzco y precioso fuese testigo de un espectáculo vomitivo. No haré mayores comentarios sobre dichos sucesos. Alonso se devanó los sesos intentando descifrar un extraño ritual que llevaron a cabo. “Cobardía”. La quietud fue destruida por un auto que llegó para recoger al desdichado hombre, quien se despidió con temor de su acompañante. Ante la obvia separación, el chico de campo perdió todo interés, aunque seguía deslumbrado por aquella mujer de facciones redondeadas. Una curiosidad aún inexplicable. Era una ilusión, claro.

Cerca estaba el invierno. Lejos su casa, al otro lado del umbral del sueño. Su madre aún no ingresaba en la habitación para despertarlo. Alonso se preguntó cómo regresar a la Plaza Central, o a la estación de trenes en la calle Olimpo. No obstante, hubo algo que interrumpió sus pensamientos, algo que lo dejaría huérfano de sentimientos.

Alonso perdió de vista el coche de andar vertiginoso, y al voltearse al punto donde el vehículo se había detenido antes, reparó en algo absurdo. Allí estaba él; parado con una pala en la mano, con una campera cuya capucha estaba calzada. Allí estaba él, dispuesto a cavar una fosa frente a esa puerta demoníaca. El viento fétido que arrastraba los árboles comenzó a intensificarse; y con ello el murmullo de los vecinos inició. Allí estaba él, sonriente, con la mirada febril y desencajada de los dementes de antaño, de los demonios verdosos. Allí estaba él, con un artefacto en su mano izquierda, presto a realizar el ritual de la última desgracia. Una gigantesca piedra yacía en el suelo con una inscripción que el chico no pudo leer. Allí estaba Navarro, a punto de cavar su propia tumba.

Comenzó con el trabajo cuando el reloj dio las nueve. En ese barrio olvidado no había campanas que sonasen; el Diablo las había robado antes de retirarse de aquel feudo repugnante. No fue tarea complicada remover la tierra; y los yuyos amargos no presentaron un problema para Navarro. Cavaba con furia: era el camino que había elegido. Una decisión que con el tiempo supo ser la correcta, aun incurriendo en una terrible falta, aun sacrificando su cordura. Alonso observaba con atención y preveía un desenlace funesto. Sabía que era un sueño. Algunos vecinos comenzaron a detenerse a la par del chico para ver qué sucedía. “Ya lo hemos visto todo”, pensaban. Pero no estaban preparados para lo que sucedió a continuación. Ya sin su campera, temblando por el frío de su alma, hirviendo por el calor de su corazón, Navarro culminó la tarea. Arrojó la pala sin importar el lugar de aterrizaje, miró el pozo unos instantes, y simplemente se arrojó. “Desgracia”.

Alonso se incorporó enseguida para ayudarlo. No podía concebir una decisión así. Su intentó se evaporó en un santiamén: cuando llegó a la fosa y se asomó para tender su mano, vio algo que cambió su vida, y lo llevó a escaparse de la granja de su familia en el momento en que su madre lo despertó. Se arrojó al piso para observar el interior del pozo y ése fue el final de la visión. Lo que descansaba en esa tumba no se parecía en nada al pobre Navarro. Más bien parecía algo sacado de una película de terror. Allí estaba eso. Un ser verdoso, de baba intergaláctica, cuyo vientre estaba destajado, dejando a la vista sus asquerosos órganos internos. Su cabeza era algo ovalada. Sus inmensos ojos negros, desquiciantes. Se sacudía mientras vomitaba sus propias entrañas entre sangre azulada. Gemía extrañamente y se alcanzaba a discernir una palabra que, de escribirla aquí, sería acusado de genocidio.

El chico de campo abrió los ojos y, envuelto nuevamente en su pijama, pudo verse en su habitación del primer piso, reparando en la presencia de su bella madre, parada al pie de la cama golpeteando como siempre los pies de su hijo. No lo soportó y, con lágrimas en los ojos, se levantó, se calzó y salió corriendo escaleras abajo. Su madre no pudo detenerlo y gritó, desesperada. El mayor de los hijos de la familia abrió la puerta trasera, esa que nunca un loco tocó, abandonó velozmente la casona, la rodeo hacia el establo y comenzó a correr como loco entre los campos de trigo y el reservorio de silos. Atravesó una verja vetusta y tropezó unos metros más adelante. Con las mejillas húmedas, perdió la conciencia.

En la calle Pino, la oscuridad era ahora mucho más densa, y unos espesos nubarrones naranjas cubrían el cielo otoñal del barrio Sevilla, vecindario olvidado por Dios y por el Diablo, morada de las entidades fuera de control y sus títeres de trapo. Alonso buscó la tumba. La encontró; sin embargo, el montículo de tierra que el desdichado hombre había acumulado era ligeramente distinto. Ahora, delante de sus ojos, tenía una montaña de frutas anaranjadas, que despedían un aroma dulzón tan inmundo como una tonelada de basura. “Mandarinas”. Era un sueño, después de todo. Una sombra copiosa, sucia por dentro, pateaba las frutas para tapar el pozo y enterrar vivo a su pobre víctima. No se oían gritos. Navarro (más bien lo que quedaba de él) nunca rogó por su vida. Tal vez su intención era morir así. Los vecinos habían desaparecido: todo estaba casi desierto. El alma de uniforme azul empujaba las mandarinas sobre la tumba, y una vez que todas estuvieron al nivel del suelo, tomó cuidadosamente una lápida y la enterró con desprecio. No se oyeron gritos. Alonso estaba petrificado. Su aventura por la ciudad sin nombre no había concluido como esperaba; las postales se reducían a un cruel asesinato, a un incomprensible suicidio. El fuego de la desilusión lo había consumido todo. Pronto la sombra comenzó a reír desaforada y exageradamente. Su misión había sido consumada: los había separado. El cielo estaba verde.

El crujir de las maderas de la casa, construida por mandato del anciano doctor Hernández, lo despertó. Estaba en el cuarto principal, con su padre de pie y su madre sentada con un paño mojado en las manos. Preocupados, no le pidieron explicaciones, pero Alonso las dio de todas formas. Contó todo. No omitió detalle alguno. Corría la tarde del 3 de junio.

Por la noche, el insomnio volvió a atacar a Alonso. El golpeteó de las copas de los árboles contra su ventana se lo impedían. Tenía además, mucho en qué pensar, mucho que recordar. Pensaba en su vida, simple pero hermosa, junto a sus padres y sus hermanos. Pensaba en la joven de rostro bonito con quien compartía sus días de escuela. Pero no creía estar completo. No conocía la ciudad; solo en pesadillas la había visto. Desvelado, decidió ir a la cocina. Bajó las escalinatas con mucha cautela para no despertar a nadie. Una vez en la planta baja, ya en la cocina, abrió la heladera y tomó una deforme botella de leche. “La historia sin fin”. La bebió toda y luego enjuagó la botella y su boca con agua. Todas las ventanas estaban cerradas, y no podían oírse ni los alaridos de los cuervos. La puerta trasera permanecía inmóvil; ya no había necesidad de escapar. La visión de aquel ser verdoso destajado y el sonido terrible de la risa macabra de la sombra poco lo molestaron, sobre todo luego de esa noche ‘segunda’ noche. Subió a su cuarto, abrió la cama y enterró su rostro en la almohada, sonriendo como un niño. Pero él no era más un niño. Su pijama ya no lo acompañaba; había sido arrojado a la basura.

Finalmente se durmió.

Por la mañana, mientras desayunaba con su madre y sus dos hermanos pequeños, mantuvo un prudencial y enigmático silencio. Sin embargo, la sonrisa lo delataba, motivo por el cual su familia mantenía la calma. Durante la comida recordó el sueño de esa madrugada. El sol brillaba afuera, así como brillaba en ese extraño mediodía en el extraño barrio Sevilla, vecindario olvidado por todos. Alonso se escondía detrás del mismo poste pintado de verde y amarillo; su mirada se mantenía fija en la tumba cubierta de mandarinas y en la lápida con el nombre de aquel desdichado. Era un sueño, pero ahora sí podía leerla. Navarro descansaba allí por decisión propia. Pero el obtuso tiempo comenzaba a palidecer y el poder de los recuerdos del invierno que no fue, llegaban de a poco a su fin. El corazón dentro del alma deshecha volvería pronto a latir. La temperatura era muy alta y el astro diurno brillaba como pocas veces; el cielo era demasiado celeste, algo no estaba bien. La calle Pino era un desierto: todos habían desaparecido. Alonso esperaba que sucediese algo. Se preguntaba qué sería del pobre infeliz enterrado; se preguntaba qué sería del horrendo monstruo verde; se preguntaba qué sería de esa mujer de redondeado rostro. “Infamia”.

De pronto, una sombra, distinta a las demás, bailoteó a gran velocidad sobre el suelo de la calle maldita. El chico alzó la vista y lo comprendió todo. Ella estaba de vuelta, para terminar con el mundo sin deseos. No iba a dejarlo pudrirse allí, donde los sueños inocentes se convierten en pasos de comedia, y donde las sonrisas se convierten en delicadas traiciones. Completamente de negro, más hermosa que nunca, de cabello dorado y rostro aniñado, derritiendo el témpano de desesperanza y soledad, sobrevolaba aquel sitio pavoroso. Pequeña e irresistible como siempre, alzándose sobre la ciudad sin nombre, buscaba una nueva víctima. Alonso la observó y no pudo evitar contagiarse de esa tierna sonrisa llena de perversidad. Fue entonces que un curioso movimiento se dio en la tumba cubierta de mandarinas. “Salvación”. Las frutas comenzaron a agitarse terroríficamente. Aquel ser alado, precioso y celestial no temió ni un instante por la presencia del inconmensurable y copioso sol, descendiendo exactamente donde estaba el chico de campo. El pobre muchacho quedó hipnotizado por aquellos pequeños ojos que brillaban como mil estrellas.

Una mano surgió desde la alfombra anaranjada. Infames dedos, ladrones de alas, corrupción de antaño, lujuria de milenios. El ángel de la muerte le dio la espalda a Alonso y enfiló hacia la tumba de Navarro. Con delicadeza, como cada movimiento nacido de aquella hermosura, se inclinó y corrió algunas mandarinas del lugar. A continuación, tomó la mano del pobre infeliz que se asomaba y tironeó hasta sacarlo. Una vez afuera, arrodillados ambos, el ángel tomó el rostro del desdichado; lo miró fijo y sonrió. Navarro hizo lo mismo. Una mueca irrepetible en el medio del caos. Alonso era mudo testigo de ese épico pero habitual espectáculo. Ambos se levantaron; el hombre tomó la diminuta y suave mano izquierda de su bella y radiante víctima, acarició con su dedo índice el revés de ésta y la besó en el mismo lugar, mientras ella reía, mirando hacia otro lado. El calor insoportable. El aroma inolvidable. El sabor dulzón de las mandarinas que lo cubrieron durante tanto tiempo había desaparecido y ahora nada quedaba. Esa fue la última imagen que el chico de campo tuvo del vecindario que Dios y el Diablo olvidaron, el barrio que el ángel nunca olvidó, donde una tumba de frutas anaranjadas se mantiene abierta y vacía. Alonso nunca volvió a soñar con ese lugar de perdición y alienación inmunda. Lo despertó su madre, golpeteando sus pies, como siempre.

La postal que Alonso siempre recordó; aun cuando abandonó la casa de sus padres – aquella granja construida por el excéntrico doctor Hernández, quien falleció en ominosas circunstancias tras mantener, a sus 85 años, relaciones sexuales con un par de mujerzuelas – para casarse con el único amor de su vida; aun cuando se mudó a la ciudad para afrontar su primer empleo formal; aún cuando logró desterrar sus hábitos nocturnos de insomnio; fue la de ese ser de infinita y violenta perfección, el ángel que, sin vacilar ni un instante, no temió actuar bajo el copioso y ancho sol, salvando al detestable e imperfecto Navarro, quien descansaba desde esa inolvidable noche de otoño en una fosa que él mismo había cavado, a la que se había arrojado sin más, una tumba, un abismo de mandarinas, materialización mugrienta y mohosa del caos trepidante de la última desgracia.

Claro, todo aquello no era más que un desvarío onírico. Mientras Alonso soñaba y soñaba, Navarro aguardaba pacientemente, en su isla de paredes blancas, el mensaje que cambiaría su pálida existencia para siempre.

Written and Posted by Cesar de la Luz
Dedicated to Luciano ‘Lulo’ Barreda

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El imperio de la ilusión


El 50% de la gente no vota, y el 50% no lee diarios. Espero que no sea el mismo 50%.
[Gore Vidal]

No preguntes que puede hacer tu país por ti. Pregúntate que hay de comer.
[Orson Wells]

Frutas y verduras para todos – Offtopic

Hace poco más de dos años – exactamente el domingo 28 de junio de 2009 –, en una noche que distó muchísimo de otras noches, este humilde servidor del averno escribió una reseña, tan sencilla como la tabla de derivadas o de integrales, titulada ‘Gripe K’. En ella se relataban (con un rigor y un léxico terriblemente limitado - que todavía se conserva en estos lares, con orgullo y desesperación lo digo) las peripecias vividas por los argentinos en aquel último fin de semana del mes que muchos desearían olvidar para siempre; y se analizó la tenebrosa derrota oficialista en las elecciones ‘de medio término’ de esa jornada macabra. La reseña nunca vio la luz. Los motivos resisten a todo tiempo, y su carácter inenarrable y despigmentado hace de ellos algo detestable. Las rejas amarillas que separan al mundo de los vivos del épico inframundo de sal gruesa marca Dos Anclas cayeron, para dar lugar a la locura ininteligible de los que alguna vez fueron inocentes y principescos.

Fueron días felices, pero imposibles de manejar; eternos momentos, efímeros como la bondad humana, dulces como un paquete de papas fritas, dorados como el sol y, sobre todo, falsos como el 1 de Copas; un año repleto de sonrisas, y también de las más ominosas sombras. Los recuerdos de aquel invierno hermoso y perverso, incluso hoy, extienden la cruenta agonía del mundo consumido por las llamas y provocan un implacable terremoto en el alma dentro de las almas. Ni el ángel salvador del Mar de Baraja puede opacar la destrucción sin sentido. Era otra época. Era otra vida. Y, claro, era otra política. Las frivolidades de campaña, el descaro de la antigua dirigencia y sus candidaturas testimoniales, los rebotes de la crisis financiera internacional, y un poderosísimo impacto mediático proporcionado por un programa de televisión de lo más choto, torcieron el impío e implacable brazo del kirchnerismo batatero, derrumbaron su mito de invencibilidad y amenazaron la supuesta hegemonía construida desde el año 2003. Los héroes de antaño se convirtieron, entonces, en notables perdedores.

Aquel domingo gris, helado, espantoso y plagado de alcohol en gel fue, paradójicamente, la señal de alerta que le permitió al gobierno enderezar el rumbo, sostenerse allí, y alcanzar el éxito sin precedentes de las primarias de agosto y las presidenciales de hace poco más de una semana. Dichas elecciones (las de 2009), adelantadas cuatro meses debido al horror propiciado por las consecuencias aún latentes de la caída de la banca de inversión americana Lehman Brothers, fueron el pico de ‘popularidad’ de la oposición, entonces unida de las formas más insólitas y denigrantes, respondiendo solo a las burdas circunstancias. La noche del 28/6 sobrevoló un extraño rumor en el bunker kirchnerista; solo los más valientes ‘muchachos de Néstor’ se atrevieron a cantar para acallar el silencio de película que abarrotaba de desesperación los rostros K. La euforia correspondía a los vencedores, hoy personajes sombríos y andrajosos, en este universo paralelo creado por la política argentina. Parecía el límite del oficialismo. Parecía el comienzo de una soporífera debacle. Parecía el piso de un sector que pretendía alcanzar la gloria que el ‘flaco de Santa Cruz’ les había arrebatado. “Algo hay que hacer”, habrá dicho don Néstor.

Y así fue.

Dos años de infinitas medidas pseudo-populistas, de bombardeo propagandístico con ribetes descarados y escandalosos, de indecible corrupción, de agresiones y descalificaciones constantes, de vulgares batallas de egos, y de un amiguismo furibundo, fueron suficientes para revitalizar ese brazo que, una vez, pareció in-extremis débil. Y fueron suficientes gracias a la innegable bonanza económica (no tan ‘real’ como se dice), a la exaltación de la juventud como motor del crecimiento social y político (jóvenes de clase media que nunca militaron, pero sienten profunda identificación con la verdulería K y su relato fuera de serie, carente de realismo, lleno de fantasías pelotudas para pelotudos), y a la descentralización de la información, es decir, el debilitamiento sin parangón de los ‘guerreros multimediáticos (que pronto abrazaran a los actuales triunfadores, como si de hermanos se tratase). Claros y oscuros de una gestión que ocupará un lugar preponderante en los libros de historia de la próxima generación (lamentablemente). Sin embargo, hay que tener en cuenta un aspecto vital: la grosera victoria de Cristina Fernández de Kirchner, ergo la humillante derrota de la totalidad del circo opositor, no fue obra de un objeto transcósmico proveniente de alguna galaxia distante, inconmensurable  y negruzca que, burlando a la atmósfera terrestre, logró posar su masa en suelo argentino; tampoco fue obvia respuesta a una magistral estrategia de los comandos oficiales que no pueden evitar arrastrarse con tal de obtener un mínimo de aprobación; y, mucho menos, fue un regalo proveniente de los cielos donde habita el santo de la nueva era, salvador de la humanidad, héroe de millones, don Néstor Carlos Kirchner. Lo acontecido fue obra y gracia de una población hipócrita, que cree que está viviendo en un mundo casi perfecto, donde la igualdad, la inclusión, la solidaridad y el trabajo son sinónimos de ‘Argentina’; personas que, como les gusta ese mundo casi perfecto, deciden que todo se quede como está. ‘Mejor malo conocido, que malo (y viejo) por conocer’. 'En cuatro años vemos a quién votamos... ahora vamos a lo seguro'. A mí también me gustaría creer en lo que ellos creen, o por lo menos tomar o fumar lo que ellos beben y fuman.

Se me puede criticar el análisis frívolo y simplista que hago para ningunear once millones y medio de votos? Si. Me importa? No. Por qué? Simplemente porque también fui testigo del furibundo y sepulcral desconcierto que dominaba la galaxia oficialista ese triste domingo de invierno, preludio del caos trepidante de la última desgracia. Un desconcierto que está muy muy lejos de la actual algarabía de los fieles seguidores de San Néstor. Tal vez no sea suficiente justificativo. Veamos...

Todos podemos tener distintas concepciones de la realidad (del país) en que vivimos (reptamos). La gran mayoría de la población se ha olvidado de la ‘primavera menemista’, de la década del ’90, de la convertibilidad, y todos los genes del mal que una vez criticaron con pasión desenfrenada. Hace quince años, todos creían (no me incluyo pues no tenía idea de nada – más o menos como ahora) estar viviendo en un paraíso sin barreras de tiempo ni espacio. Se conformaban con el ‘uno a uno’ y aplaudían sin cesar (^_-) al dios de antaño, Carlos Saúl Menem. No niego que haya dado la sensación que estábamos, finalmente, en un país globalizado y pujante. Pero no era la verdad de la milanga. Era una vaga ilusión. Durante el mandato del sucesor del Turco (Fernando de la Rúa) se pagaron las consecuencias del desmadre sin precedentes cometido por los políticos a cargo (delincuentes, lisa y llanamente) y por las personas que los pusieron al frente de la nave llamada ‘Argentina’: el electorado. El castillo de frutas y verduras, el imperio de ilusiones creado por entidades fuera de control, se vino abajo en un santiamén, dejando por el piso a los responsables antes citados, pero también a los que nada tenían que ver. Las llamas consumieron gran parte de la Nación. Y fue el momento propicio para que los falsos ídolos, los salvadores de cartón, hiciesen su triunfal entrada, frotándose las manos ante el inmenso botín de las Pampas, aguardando pacientemente que regresaran los boludos que se comieron la galleta de la prosperidad de los noventa. Por lo tanto, más del 54% de los adultos habilitados para votar, tiene más de una concepción de la realidad: una que le conviene, donde critica la era menemista (que ‘no debe repetirse’… ‘nunca más’) y se preocupa por el bienestar de todos, y otra que no le conviene, donde alaba las interminables y más disparatadas falacias, anteponiendo (como los políticos han enseñado) sus propios intereses antes que los de la totalidad. Es, en efecto, muy triste, pues están denostando sus propios ideales, subyugándolos a la voluntad de la sucia política que tanto criticaron (hace no mucho tiempo), y que, gracias al aporte ciudadano y al de los sectores de poder, es hoy vista como ‘el todo’.

Como dije, habrá quienes consideren vagas y resentidas las opiniones de este humilde redactor, declarado opositor de la actual conducción del país. Sobre todo por la derrota escandalosa en la que incurrió el bando que me representa (entre comillas). Incluso me gritarán a viva voz ‘la tenés adentro’. Pero, como hace dos años, pertenecer (entre comillas) al equipo perdedor no significa estar equivocado del todo, ni regalar el derecho a exponer el descabellado pensamiento humano. La desidia y las mezquindades del circo compuesto por Duhalde, Macri, The Narváez, los hermanos Rodríguez Saá, Carrió, Justin Binner, Alfonso Jr., han contribuido a crear una imagen bondadosa y benefactora de Kristina y del fallecido Néstor, lo cual dista de la cruel realidad. Sin proponer absolutamente nada, sin debatir con fundamentos, inmersos en la campaña más espantosa de la que se tenga memoria (incluso peor que la de 2003), y pronosticando el fin de todo una y otra y otra vez (matate Camping) con infinita malignidad, quisieron destronar al peronismo menos peronista de la historia; sin embargo, la mayoría de la Nación los puso en su lugar y votó por el ‘proyecto nacional y popular’ de Kristina y San Néstor. Tal vez, sea el mal menor.

Aunque el futuro sea difuso, la realidad es muy clara. La política, como dicta la historia del país, se superpone a todo y digita, sin vacilar, el rumbo que deben proseguir el resto de los sectores. La economía, aislada momentáneamente de la tempestad que promete con desolar el viejo continente, deberá afrontar problemas que responden a la mismísima concepción del ‘modelo’. Ya no basta con vender toneladas y toneladas de granos a las superpobladas naciones emergentes como India y China, para recaudar y recaudar. Es hora de reactivar genuinamente la industria y el consumo. Hasta ahora, el dinero de los impuestos que todos pagamos (o decimos que pagamos :P) permitió subsidiar, desde las tarifas de transporte y energía, hasta el fútbol, surcando los cielos de las asignaciones familiares (que en ocasiones rozan lo limosnero). Es así que las clases consumidoras por excelencia disponen de jugosos billetes para gastarlos en lo que le plazca, preferentemente para vencer a la inflación devoradora de almas y no por impulsos reales de consumo. Claro, entre los bienes que uno puede adquirir (con la expansión casi sin límites del crédito)  NO están los inmuebles. Es decir, uno puede tener cuatro o cinco LCD, dos o tres autos, una puta moto, pero no tiene donde enchufarlos o estacionarlos ya que es prácticamente imposible alquilar una casa, un departamento o una cochera, y mucho menos comprar. Pero algo es algo no? Votemos a Kristina entonces! Tienen tanto derecho a hacerlo, como tengo derecho yo a criticar ese accionar tan simplón. Gracias a los regalitos (sobre todo para sindicalistas, que se llenan los bolsillos mientras los trabajadores tienen obras sociales y sindicatos que no les dan pelota) se mantienen a raya las ‘revueltas’ que desquiciaron a otros, y los sectores bajos, los medios y los altos mantienen un delicado silencio que solo se rompe en la intimidad. Nadie resiste a la tentación de votar a Kristina, aunque la odien y lo expongan a otros con fervor peronista… Las tasas de desempleo, indigencia, pobreza e inseguridad han caído. Sin embargo, se puede creer en las cifras que da el INDEC? No lo se. Aparentemente el 52% de la población le cree o no le importa lo que diga el comandante Moreno (que, paradójicamente, dejó sin empleo a los auténticos trabajadores del Instituto). El pueblo ha recuperado la dignidad. O eso parece. Mientras los griegos, los españoles, algunos neoyorquinos y demás ciudadanos del occidente que una vez fue todopoderoso recrudecen las protestas contra sus gobiernos (preocupados por los bancos y no por su gente), los argentinos festejan, y ven con inefable esperanza el futuro de sus hijos y nietos. Los salarios alcanzan cifras épicas. El consumo no se detiene ni siquiera por el terror que esparcen los agoreros del infierno encabezados por Magnetto (un pobre diablo). La corrupción de los Schoklender y los Jaime prácticamente no existe. La indiscreta discrecionalidad de De Vido, a nadie le importa una mierda. Sobre todo al invisible y patético Poder Judicial, que golpea en la espalda a los amigos y les sirve un brandi, y persigue a los enemigos. Y la juventud se agolpa en las plazas para homenajear a los pañuelos blancos (sucios con sangre, aunque digan lo contrario) y también para adorar a San Néstor, protector de los que menos tienen. El sarcasmo también te lo metés en el orto. Bien en el orto.

Hace poco más dos años, en ‘Gripe K’, escribí “hay que dejar de hacerse los boludos, mirar hacia adelante y edificar de una maldita vez, un país decente […] no más quilombos... no más obsesión por el poder absoluto”. Con la inocencia de un pequeño de jardín o de preescolar, esperaba un cambio en la política (en la forma de hacer política), y también en la sociedad. Eran esos, sentimientos motorizados por la última desgracia que habitaba, en aquellos días helados, todos los rincones de mi alma y mi corazón. Encandilado por el brillo del sol, creía que la ‘fiesta para unos pocos’ se había terminado. Era un pelotudo entonces. Creía estar viviendo una fantasía hermosa… Como los argentinos que ovacionaron sin parar a Menem desde Miami… Como los argentinos que hoy vitorean a Kristina y endiosan a don Néstor hasta quedarse mudos (y también sordos), sin darse cuenta que viven en un mundo hecho de papel higiénico, dominado por la maldad, la desigualdad y el odio hacia los que piensan distinto… mejor dicho, hacia los que piensan... Pues, hoy, la conducción del país, no ve con buenos ojos a los que piensan, analizan y critican su accionar. Espero que dentro de diez años nadie se lamente por haber metido la boleta azul en la urna de cartón, silueta determinante del futuro de los argentinos que viven con una venda en los ojos.

 VAAAAAAAAAAAAMOOOO’ MEEEEEEENEEEEEM!!!

Written and Posted by Cesar de la Luz
Dedicated to the loving memory of Muammar Gaddafi

martes, 4 de octubre de 2011

La mandarina que ensució el alma de uniforme azul

Ésa es una aventura que todos los hombres tienen que correr [...] todos han 
de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de una forma u otra su propia ruina:
 o porque nunca estuvo angustiado, o por haberse hundido del todo en la angustia […]
Tanto más perfecto será el hombre, cuanto mayor sea la profundidad de su angustia.
Sören Kierkegaard [El concepto de la angustia]

Lo innombrable - Offtopic

Bajo la sutil y obsoleta luz amarillenta de una lámpara incandescente; de cara al abismo de desesperanza de la última desgracia; maravillado ante esa preciosa e inmóvil figura de cabello pardo y redondeado rostro; sentado frente a una mesa decorada solo con una cesta de frutos abominables; enterrando el ordinario pasado reciente; Navarro disfrutaba genuinamente de la vida. De todas las frutas, una en particular llamaba su atención: una pequeña, más bien deforme, anaranjada y de aroma venenosamente dulce. Aquella tarde de miércoles – soleada como en sueños, exigua como en pesadillas, atiborrada de bellas emociones, esplendor de la triste realidad – trascendía las barreras del tiempo y del espacio, fusionaba arteramente la razón con la locura, proponiendo un verdadero juego de maldades entre el demoníaco cielo y el glorioso infierno. La mismísima nada, con su verdoso cuerpo desafiante de todas las leyes naturales, sin que nadie pudiese notarlo, menos evitarlo, reptaba por sobre las veredas y calles, abriéndose paso entre las ominosas masas grises y las horripilantes plazas de esa inhóspita ciudad imaginaria que, aún hoy, huele a mandarina. Todo aquello estaba construido tan solo para derrumbarse, y Navarro lo sabía desde el momento en que ese mundo había sido levantado, una copiosa noche de otoño.

El desgraciado fumador no podía recordar si había comido dicho fruto. Tampoco recordaba el origen de los bestiales golpes que podían oírse en la habitación contigua. Sin embargo, con envidiable claridad, inmortalizó en su memoria las fotografías que había visto en aquel momento aciago, y también esa sonrisa que durante eones recorrerá el derruido camino entre su alma y su corazón, arrastrando consigo una dichosa tristeza. Todas esas visiones podían, o bien ser producto del deplorable y habitual estado mental de Navarro, o ser obvia consecuencia del terror proporcionado por aquella tempestad inconcebible que azotó al navío blanco que tripulaba, comandado por un juvenil y excéntrico capitán.

Al tiempo que las furiosas aguas del Mar de Baraja golpeaban la débil y maltratada barcaza, bajo un cielo curiosamente despejado, y mientras casi toda la tripulación perdía la conciencia merced a una extraña enfermedad, Navarro notó que algo sobrevolaba a la par de la embarcación. Contrastando con la inmortal oscuridad de la noche, pudo ver con claridad eso que se elevaba con delicada perversidad. No parecía real, solo una mandarina más en la imaginación de un demente; un demente que pronto se sumergiría en las profundas aguas de aquello que había creído desterrado por la eternidad.

Los médicos que atendieron a los ocupantes del navío en desgracia atribuyeron la fiebre, las alucinaciones y los posteriores desmayos, a la comida en pésimo estado y a las exóticas bebidas consumidas durante la noche del sábado. Al parecer (y con justa razón) los especialistas prefirieron no adentrarse en lo desconocido, en eso que no pueden explicar por miedo al ridículo. La doctora sureña que examinó a Navarro, en la tarde del domingo, nunca abrió la boca. Tampoco el desdichado fumador lo hizo. El propósito de la travesía por el furtivo Mar de Baraja no era menos absurdo que el de otros, pero ninguno imaginó terminar rogando por su vida al mezquino dios.

A pesar de su estado deplorable, la embarcación Ballester – bautizada así por el ya retirado capitán Garrido, el más temerario de su generación – era el orgullo de la flota del Norte, compuesta por un interminable número de naves, de las más diversas características y las más heterogéneas e insólitas tripulaciones. El lector no debe esperar una detallada descripción del barco, pues no soy un experto en la materia y con seguridad nunca lo seré. Basta con decir que el casco, en su esplendorosa totalidad, estaba pintado de rosa, devenido en una especie de gastado blanco tras la inverosímil cantidad de viajes realizados. Fue el hijo del antiguo capitán, un joven impetuoso, de excelsa vida nocturna, quien tomó la posta familiar, y se encargó de aquella barcaza inmemorial. Bajo su mando quedarían Espinosa, vicecomandante del Ballester; Romano, el mecánico; Darío, el cocinero; y Navarro, encargado de limpiar los baños. Ni un millar de palabras bastarían para describir sus virtudes; pero mucho menos alcanzarían para enumerar sus vicios y miserias. Quien completaba el intrépido grupo de exploración era un ser de interminable ominosidad, que todo lo domina y todo lo sabe, aún sin saber que sabe y domina todo lo que sabe y domina.

El navío zarpó del puerto Soriano, ubicado en la pacífica y mugrienta costa este de la ciudad sin nombre, a las cinco en punto. Esa tarde de sábado, momento en que el Ballester se adentró en las terroríficas aguas del Mar de Baraja, no será fácilmente olvidada. Como tampoco será olvidada la primera noche a bordo, en la cual casi todos los tripulantes del vapor cayeron víctimas de una extraña fiebre de procedencia desconocida, inexplicable hasta para el más sabio de los médicos consultados. El limpiador de baños fue el único inmune a esta particular afección; sin embargo, este desdichado hombre padeció algo mucho peor: tormentosas e inenarrables visiones, que lo llevaron a un calamitoso estado de locura, comparable solo con lo vivido en aquel templo de intensa malignidad, donde despigmentados terroristas propiciaron un baño de sangre insólito, o en el ominoso rincón gris, donde asistió a su propia muerte.

Y por supuesto, nada ni nadie podrá desterrar de la memoria de esos marineros los hechos que se produjeron aquella soleada mañana de domingo, instante en que todos los que habían caído despertaron, y se encontraron con Navarro, completamente embriagado en inefable demencia, echado sobre el verde asiento del camarote del capitán, repitiendo una y otra vez una frase que se grabó a fuego en los corazones de quienes la oyeron; y decía más o menos así: “hoy no… el ángel otra vez no…por favor, esta noche no…”. Su tono, débil por descaro, cubría al mensaje con de un halo absurdamente esquizofrénico.

Nadie le encontró explicación coherente a los incoherentes susurros del incoherente limpiador de baños. Tan solo el desgraciado cocinero, algunas semanas más tarde, con Navarro ya recuperado del espanto que destruyó sus nervios, pudo comprender lo sucedido, aunque con ciertas reservas pues uno no tuvo el coraje para contarlo todo y el otro para indagar lo suficiente. Esa noche de primavera, a bordo de un cansino navío blanco, que de blanco no tenía nada, nuestro singular protagonista, cuya vida parecía haberse extinguido tiempo atrás, volvió a sentir el lánguido latido de su corazón.

Varados en la grandiosidad de un mar verdoso y repugnante, la inexperta tripulación sufrió los embates de la locura, estigmas del elixir que el joven capitán les había proporcionado; una bebida sagrada, proveniente del remoto oeste y de sus templos aún más remotos. Ya sea producto de las alucinaciones de estas extravagantes pociones o del diabólico sonido de la innatural tormenta a la que el navío se vio sometido, casi todos cayeron enfermos. Tan solo Navarro quedó en pie, desprovisto de toda protección mental, ante la soledad y la inmunda visión de aquel manto estrellado de color negro azulado que se levantaba sobre el barco y sobre el interminable Mar de Baraja. Es entonces que deja de tener sustento la teoría que afirma que la insondable masa de agua brinda cierto resguardo, y repele toda clase de soporíferos horrores; muy por el contrario, las eternas aguas de la devastación se comportan como un imán de absurdo desquicio y de todo aquello que los hombres desconocen desde su concepción.

El dulce sabor de la mandarina era la fiel imagen de la felicidad de un muchacho algo sucio y algo desprolijo, un delicioso veneno que alimentaba el motor de su existencia. Sentado frente a una redonda mesa blanca, admiraba sin temor a su más preciado tesoro, que brillaba más que miles de soles y personificaba todos sus deseos, los ocultos y los conocidos por todos. Muy lejos estaba la sombra copiosa; aún más lejos, las negras nubes de la desolación; cerca, el gigantesco sol, que asomaba con esplendor perfecto, acariciando la mejilla izquierda del pobre muchacho con sus cálidos rayos de perversa ternura. Deseó Navarro, aquel momento fuese eterno. Hoy desea nunca haberlo vivido.

Para una sencilla comprensión de los hechos que llevaron a estos falsos héroes a un nivel único de alienación, debo remontarme a los comienzos del viaje a bordo del Ballester. Con este propósito, transcribiré, hasta el más mínimo detalle, lo que el capitán del navío, el joven Garrido, apuntó en su bitácora de viaje:

“Diecisiete horas: Comienza la travesía en busca del Arrecife Dorado. Espinosa no para de gritar de la excitación. Romano se entretiene con un aparato rectangular negro que trajo consigo. Navarro mira constantemente el cielo grisáceo. Parece esperar algo o a alguien. Nunca voy a comprender las cosas raras que hace y dice; si no fuese bueno limpiando baños no lo traería más conmigo. Los otros dos observan el majestuoso y trepidante mar con suma atención; al menos ellos sí ayudan. Me gustaría beber algo fuerte.”

“Diecisiete horas nueve minutos: El viento opone resistencia. No es una dificultad insalvable si se tiene destreza suficiente como la que tiene un buen capitán. En minutos llevaré a cabo el ritual que la familia Garrido ha repetido cada vez que se embarca: lanzar una bolsa con 33 monedas de Ramos al fondo del mar. Los dioses estarán con nosotros. Eso lo puede intuir solo un ilustre capitán.”

“Diecisiete horas veintiún minutos: Acabo de terminar con el ritual. El puerto Soriano se ha ocultado de momento. Seguramente volvamos a verlo el día de mañana, con el éxito a cuestas.”

“Dieciocho horas treinta y cinco minutos: La quietud de las aguas me perturba un poco. Asumía un embravecido mar en estas latitudes. Espinosa ha comenzado a beber y a hablar con cierto desparpajo. Espero no se embriague antes de llegar al Arrecife. Romano se ha dormido: con seguridad anoche no pudo descansar lo suficiente; espero que el Ballester no falle pues no tendríamos mecánico. Navarro continúa en las nubes, como si quisiera saber en qué momento ese ‘algo’ se presentará (si es que se presenta ante él). Espero se muera. Tal vez Espinosa deba compartir algo de su bebida conmigo. He perdido de vista a los otros dos. No quiero ni pensar qué están haciendo; mi cocinero también está chiflado.”

“Diecinueve horas: El sol comienza a ocultarse detrás de la infinita alfombra anaranjada. Voy a tomar algo antes que caiga la noche, o no podré reaccionar ante un posible peligro. Romano se ha despertado al fin. Tengo la sensación que nos hemos desviado un poco, pues ya deberíamos estar viendo las aureolas del Averno. Un rumor extraño, algo así como un rugido, se entrevera con el sonido seco del agua golpeando mi barco.”

“Diecinueve horas dieciséis minutos: El Ballester ha comenzado a tener problemas, pero nada tienen que ver las acciones o decisiones del capitán. El clima es incomprensible en estas regiones desoladas. Asoman las estrellas entre el claroscuro; el comportamiento del mar es pavoroso por momentos. Con la caída del sol y la marea actual es imposible vislumbrar el arrecife; temo nos hayamos desviado. Posiblemente debamos anclar aquí y esperar hasta mañana. Espinosa es alguien en quien no se puede confiar cuando está borracho.”

“Diecinueve horas veintiún minutos: Acabo de ver el rostro de Navarro, y me ha proporcionado una cuota de horror mucho más grande que cualquier adversidad climática: parece haber dejado de buscar ‘eso’ que buscaba; ha adoptado una mueca siniestra, como si supiese cuándo y cómo aparecerá, como si estuviese elucubrando algo espantoso y copioso. Temo un motín, aunque es solo el encargado de limpiar los baños. Romano ha comenzado a beber también mientras habla con mi cocinero y el ser sin nombre y sin rostro.”

“Veinte horas treinta y siete minutos: El cocinero y el ser sin nombre han comenzado a preparar la cena. No comprendo la receta, pero utilizan todo el queso que cargamos por la tarde. Afortunadamente hay suficiente elixir. Navarro parece estar tarareando una canción. Le temo por momentos. Una densa neblina ha comenzado a levantarse. No imaginé a un Mar de Baraja con tantas complicaciones. Tal vez debimos aguardar algunas semanas para viajar. Espinosa no es de confiar cuando está sobrio tampoco.”

“Veinte horas cuarenta y dos minutos: Anclamos finalmente. Mañana continuaremos con la búsqueda.”

“Veinte horas cincuenta y cinco minutos: Trataré de beber mucho para echarme a dormir lo más rápido posible. El aroma de la comida comienza a abrir mi apetito. Un sabio capitán se alimenta primero que su tripulación para poder guiarlos a la victoria rápidamente. Es extraño, pero Navarro abandonó su estado catatónico y se acercó para conversar con los cocineros.”

“Veintiún horas dos minutos: El ser sin nombre y sin vergüenza parece haberle dicho a Navarro algo que lo dejó completamente congelado, pero no tengo idea qué. Un gran capitán no se entromete en asuntos triviales y ajenos, especialmente si de inexpertos navegantes se trata. Aunque, haciendo honor a la verdad (algo que me distingue, por otro lado), la mueca del limpiador de baños, mientras veía hacia la mismísima nada, me asustó bastante. No viajará más en el mismo barco que este grandioso capitán; lo odio. La conversación reciente con Espinosa me ha dejado satisfecho, así también como los tragos que bebimos, observando el interminable manto de agua que Dios creó. Me pregunto que le habrá dicho el ser sin nombre a Navarro…”

“Veintiún horas cincuenta y nueve minutos: Por fin, todos reunidos. Con este excelso capitán como anfitrión, en el hermoso Ballester, comenzamos a comer y a beber. La temperatura ha bajado, pero reina la paz a bordo y también en los alrededores. La intensidad de los vientos amainó y las aguas ahora están quietas. El éxito está asegurado. Una peculiar niebla no me permite ver la luna todavía.”

“Veintidós horas un minuto: Este sabio capitán ha optado por levar anclas y proseguir con el viaje. La cena también continúa.”

“Veintidós horas catorce minutos: Es un desastre!! Las condiciones climáticas se han modificado radicalmente. El navío es imposible de controlar con las ráfagas furibundas. No lograremos encontrar el Arrecife; por el contrario, creo que encontraremos la muerte. Tengo mucho miedo… Que Dios me ayude a mí y solo a mí… Maldito cocinero, maldito ser sin nombre, maldito mecánico, maldito Espinosa, maldito Navarro… Que Dios me ayude a mí y solo a mí...”

Esas fueron las últimas palabras que el joven capitán Garrido pudo apuntar en su bitácora de tapa blanda color caqui. Mientras observaba aquel desenlace furtivo, guardó la libreta en su chaqueta y no se la mostró nunca a nadie. Por qué escribía en lugar de dar instrucciones de navegación en un momento de emergencia, es algo que desconozco. La trepidante tormenta destruyó gran parte de la popa del Ballester. La nave no se había hundido solamente por la enorme y divertida misericordia de Dios. Los vientos cruzaban el estrecho barco con una fuerza nunca antes experimentada ni por el capitán ni por su vicecomandante, abalanzándolo de forma terrorífica. Los mandos ya no respondían, y cualquier pedido de socorro sería en vano, encerrados en una inmensa muralla de agua negruzca y despiadada.

En el preciso instante en que la tempestad parecía alcanzar su punto crítico, el cielo comenzó a desempolvar al astro que guía a aquellos que han visto ocultarse el gigantesco sol para siempre. Mientras el navío, al borde del hundimiento, era alcanzado por espeluznantes holas de inenarrable altura, la neblina comenzó a retirarse con envidiable tranquilidad, desnudando al estrellado cielo azulado y a la helada y preciosa luna, sueño imposible de los muertos en vida. La tripulación del Ballester comenzó a perder los estribos entonces, asombrados al ver amainar la lluvia y la letal ventisca. Operó en ellos un drástico cambió; afectados por algún tipo de enfermedad soporífera, comenzaron a tener alucinaciones, que culminaban en un desmayo febril. Espinosa, el ser sin nombre y sin voz, el cocinero y Romano fueron los primeros en caer. Sus últimas visiones guardaban relación con una antigua guerra, un teatro en llamas y un dictador de interminable vigencia y poderío. Pronto, el joven capitán Garrido cayó. Antes de perder la conciencia notó que Navarro no paraba de observar a una especie de pájaro negruzco que sobrevolaba a la par de la embarcación vetusta.

Todo se desarrolló a una irrisoria velocidad. El limpiador de baños apenas notó el inmenso parecido entre esa ave y los seres alados de leyenda, creados por dios, utilizados por el diablo. Con el destello de las estrellas culminaba la trepidante tormenta, y Navarro por fin se encontraba con eso que había estado esperando desde la partida del navío del puerto Soriano. Sin embargo, lo que imaginó, nunca sucedió. Todo lo contrario.
                                           
Aquel ángel vestido de negro, celestial humanización de la redonda y blancuzca luna, descendió rápida y elegantemente a la cubierta destruida del Ballester, donde Navarro permanecía petrificado por esa indecible visión, con los ojos abiertos como un par de huevos fritos y una tensión absolutamente irreproducible en la mandíbula. El ángel retrajo, entonces, sus hermosas y espectrales alas, acercándose con misteriosa lentitud al único miembro de la tripulación que no había caído víctima de esa extraña y macabra fiebre marina. La expresión del pobre desgraciado lindaba lo absurdo, y hubiese provocado una mueca de piedad hasta del mismísimo diablo de papel. Retrocedió en el instante en que aquel ser alado posó sus delicados pies sobre la derruida barcaza, temiendo por su vida y por la de sus inconcientes compañeros, quienes debían estar en el mundo perfecto. Cuando el ángel levantó su cabeza, permitiendo la visión interminable e intolerable de sus bonitos, pequeños y oscuros ojos, el limpiador de baños recordó lo que en el “jardín de la mentira” había nacido y fenecido: la última desgracia. En honor a la verdad, que muchos saben pero pocos aceptan, esa desgracia siempre había brillado en su interior, oculta solo por el confuso resplandor del confundido sol, apagado para siempre. Aún en la más repugnante noche, aún con la infernal música sonando, aún con el pesado recuerdo de los días de invierno que jamás volverían, aquel sentimiento verdoso continuaba vivo.

Navarro no tuvo chance ni siquiera de pestañar pues no quería ni podía darse el lujo de perderse detalle alguno de ese ángel de sempiterna hermosura que vestía completamente de negro, señal de divina malignidad; su piel perfecta brillaba aún en medio de la tenebrosa oscuridad del Mar de Baraja; era la suave brisa del norte la que volaba aquellos rizos dorados de innatural magnificencia, y los dotaba aún de más belleza; y, a pesar de ser más bien pequeña, aquella muestra absoluta de perfección, podría haber embobado y encantado hasta al demonio más detestable.

El limpiador de baños se dejó caer, apoyando sus rodillas en la desvencijada cubierta de madera, golpe que se pudo oír aún con el silbar del maléfico y quejumbroso viento. Al borde de las lágrimas, inexplicables, comenzó a perder la cordura. Sacudiendo la cabeza, tapándose el rostro con ambas manos, intentando en vano desterrar todo pensamiento desgraciado de su alma, fue incapaz de evadir el incierto mundo que le esperaba tras esa barrera. La cocina de paredes amarillas, sitio que nunca abandonaron ni su memoria ni su alma, apareció nuevamente para arrasar con lo que quedaba de su conciencia. Las mandarinas formaban una inmensa montaña, sobre la redonda mesa blanca, cayendo en las piernas del pobre Navarro, que nada podía hacer para evitar el derrumbe, abandonado por la sombra que una vez lo asesinó.

Navarro comenzó a gritar como un loco y huyó despavorido, intentando arrojarse al mar sin importar nada más. Es así que obligó al ser de negras alas a actuar rápidamente, recurriendo a un macabro artilugio que ahogó sus eternas penas en el mismísimo sótano de su alma. Antes de una posible tragedia, el ángel de cabellos dorados tomó de la cintura al demente muchacho que había alcanzado el borde del precipicio; lo rodeó con sus pequeños brazos, apretándolo con todas sus fuerzas, que naturalmente no eran muchas. Navarro tembló. De repente, comenzó a borronearse la imagen del cuarto con la redonda mesa blanca, y las mandarinas, finalmente, desaparecieron por completo, como derritiéndose en un horno inconcebible. Navarro recuperó la conciencia completamente tras esta sucesión de absurdos; ahora no agonizaba en una tierra innombrable, sino en brazos del ser más hermoso de la tierra, o mejor dicho, de los cielos. El Mar de Baraja parecía congelado; el cielo, tan despejado como en sueños. Fue entonces que se dio vuelta y pudo observar con lujo de detalles el rostro de cuadradas facciones, precioso por siempre, destellando por efecto de la cegadora luz de la luna, sonriendo como la muerte le sonríe a todos los que la buscan con desesperación. No pudo ver más.

El desgraciado muchacho despertó en una improvisada enfermería; sin recordar cómo había llegado al camarote del capitán, y sin tener noción de las palabras que no dejó de repetir hasta que lo encontraron allí, desparramado y completamente loco. Por obra de la casualidad, la tripulación del Ballester fue socorrida por la nave exploradora Escalada, cuyos médicos se encargaron de atender a los ignotos heridos.

Así como la calma siempre es inequívoca señal de una sucúbica tormenta (y viceversa), los ominosos sueños también terminan siendo la antesala de confesiones de un muerto que aún tiene la desgracia de respirar. Fue el infortunado cocinero quien debió soportar el peso del pasado, y oír todo lo que su antiguo compañero de aventuras vivió en la inmensidad de la noche del Mar de Baraja. Darío no comprendió ciertos aspectos, absolutamente impersonales; la gran mayoría de las situaciones quedaron libradas a la más libre interpretación ante la ausencia de detalles. Durante esa conversación recordaron la tempestad inenarrable, la fiebre alucinatoria de extraña procedencia, el resplandor de la luna mientras las olas descuajaban el viejo casco de la nave blanca, que de blanco no tenía nada, el vuelo celestial de un ser que no pertenece a este mundo, aquellos pequeños ojos de intensa compasión y perversidad, la inolvidable voz socorriendo a la mismísima locura, la sonrisa preciosa en el rostro más perfecto, y, por sobre todas las cosas, la caótica montaña de mandarinas que con impiadosa furia sobre la cabeza de Navarro cayó, desolador estigma de la última desgracia.

Written and Posted by Cesar de la Luz
Dedicated to Zaira Nara

viernes, 5 de agosto de 2011

Entrevista exclusiva a los TeenAngels: “Le vendemos droga a los chicos en el teatro”

Somos locas.
Elisa Carrió & Ma. Eugenia Esttensoro [CC-ARI Spot]

Aguante Agosto.
Agustín Impagliazzo

Lo inesperadamente esperado - Offtopic

Cuando llegó a oídos nuestros la vuelta de la banda juvenil por excelencia a los escenarios porteños - para rellenar las recién terminadas ‘vacaciones de invierno del espanto’ - se produjo una colisión de sensaciones en el seno de la hermandad zenkiana. Primero, una sensación de inseguridad tremenda, como diría Anibal F. Luego, nos invadió, como no podía ser de otra manera, una llameante y lamentable indiferencia. La siguiente impresión también fue de indiferencia, pero mucho menos acentuada, ya que para esa altura del partido teníamos cosas más importantes con las que lidiar. La tercera y última de las impresiones fue una fantástica curiosidad: cómo era (es) posible para un grupito de cinco boluditos - que no saben ni cantar ni bailar ni respirar ni vivir ni nada - alcanzar un éxito tan insólito, mientras grandes como Ricardo García o Cacho Castaña son ninguneados a diestra y sinuriestura (Masita-chan dixit) y mueren de pena a la par de Tank? Esta banda representa, además, un negocio turbio, en detrimento de pobres padres que no tienen más remedio que ceder ante los pedidos desesperados de sus retoños. Y si bien están en todo su derecho como hijos, podrían pedirles otras cosas: un libro de Stamateas, un calendario de Playboy, una Exquisita, un poster de Misato, o incluso una entrada para escuchar y ver como ladra Bono…

Entonces, no fue complicado superar el límite de sensaciones, y así reemplazar – con inhumana velocidad - la inocente curiosidad por una avaricia despiadada. No hace falta aclarar que aquella avaricia nada tiene que ver con dinero, bonos, propiedades, etc. Simplemente quisimos alimentarnos del odio que ya nos tienen, utilizándolo para sembrar aún más rencor. La forma era muy simple: obtener una nota con los TeenAngels, uno de los inventos más fastuosos de la historia de la humanidad.

Tan solo bastaron un par de llamadas del señor Roberto Fantini, experto en cobranzas, para encontrar a quien amenazar. La victima en cuestión no fue otro que Toto Etchegaray, ex piloto de TC y actual representante del grupo juvenil, amante de la saga Crepúsculo, de Naruto y el olor a nafta de las estaciones de servicio Shell. Su deuda con Tarjeta Naranja nos permitió un pequeño intercambio de favores: el Toto nos entregaría una nota exclusiva con los TeenAngels a cambio de perdonar su deuda, que al momento de la ‘extorsión’ ascendía a $18,73.

Temeroso de perder su legendario Falcon blanco de Turismo Carretera, el anciano representante mostró su satisfacción tras el acuerdo, facilitándonos hasta lugar para la entrevista... Tamaña sorpresa cuando RF nos informó que la misma tendría lugar en el Teatro Gran Rex, donde han actuado lacras innombrables, incluyendo estos cinco billetes parlantes. Los preparativos comenzaron al instante, con la imposibilidad de la presencia de Carlos Guzmán, que continúa vetado de aquel teatro tras protagonizar graves incidentes en un concierto de Pimpinela en el año 2008. La vasta (nula) experiencia de LHDZ a la hora de realizar (pseudo) notas potenciaba (disgregaba) la confianza, y espantaba (atraía) el horror. Claro que había que tener en cuenta un punto importantísimo: no conocíamos ni los nombres de los integrantes de la banda. Es así que tuvimos que invertir una decena de horas para poder aprenderlos; mucho más tiempo del que empleamos para (intentar) aprender Hiragana…

Como un patito feo que es apartado de la prestigiosa y adinerada Sociedad de los Patos, nos sentíamos totalmente al margen del universo adolescente, motivo por el cual no podíamos concebir un repertorio de preguntas acorde a la situación. Entonces decidimos, tal y como lo hiciera Macri para su campaña, salir a la calle a tocar timbres; en sentido figurado, claro. Si el argentino promedio no le abre la puerta ni a los del correo por miedo a lo indecible, mucho menos van a abrírsela a completos desconocidos, bichos de otoño. Con la vía pública como límite, optamos por un ambiente más placentero, relajado y perfumado; y ese lugar solo puede encontrarse en el derruido y antiquísimo subte porteño, más precisamente en la línea B, la línea comunista. Tras una función de mierda de los susodichos TeenAngels en el Gran Rex, la estación Carlos Pellegrini (que próximamente se llamará Carlos “jugador del pueblo mis pelotas forro de mierda y la re concha de tu puta madre” Tévez) estaba atestada de jovencitas. Portando posters con forma de foto y fotos con forma de poster, pintadas hasta la medula, con una cantidad de abrigo totalmente innatural, sonrientes tras ver a sus ídolos, eran las víctimas perfectas para el posible muestreo de posibles preguntas posibles. Y así se hizo. Un grupito de cuatro nos facilitó material suficiente como para elaborar preguntas acordes al prestigio que LHDZ (no) poseen. Vamos a pasar por alto un hecho: el grupo de chicas era de cinco, pero una se asustó por nuestra apariencia andrajosa y salió corriendo, arrojándose delante de una formación que tenía rumbo ‘Los Incas’. Al parecer mucho cariño no le tenían ya que ninguna fue capaz de evitar la ‘tragedia’, o siquiera de derramar una lágrima por su compañera muerta.

Con el cuestionario ya elaborado, y pasados algunos días, nos dirigimos hacia el Gran Rex en una pequeña camioneta verde contratada por el Toto Etchegaray. Arribamos al lugar de la entrevista aproximadamente a las dos de la mañana, con la certeza que a las dos y media estaríamos durmiendo en casa. Un sueño que se hundió junto con una horda infinita de Bullfrogs. Finalmente CG pudo conseguir un amparo de la Corte Suprema (lo compró en MercaLibre) para así ingresar al teatro.

La calle Corrientes estaba desprovista de los habituales y humildes recogedores de cartón. La sorpresa era que adentro estaba lleno; lo digo por los cinco TeenAngels, que vestían las ropas más harapientas de la historia de los harapos (superándonos). La bienvenida fue más bien reseca. “Todavía que venimos a hacerles una nota no me regalan ni una botella de vodka de marca… que conchudos”, dijo RF. Carlos contestó: “quédate tranquilo que me voy a robar los espejos de los baños del teatro para después venderlos por MercaLibre”. Solo pude mearme de la risa.

Aun imperaba la suciedad en la sala donde horas antes miles de millones de adolescentes bailaron y cantaron hasta la muerte (que nunca se dio). En el medio del escenario fueron colocadas nueve sillas: una para cada miembro de la banda, una para cada hijo de Zenki, y una última para el Toto, que insistió en asistir a la entrevista. Antes de pasar a la nota en cuestión, vamos a presentar, para algún desprevenido que no sabe nada de la vida y de la muerte, a cada uno de los TeenAngels, utilizando la siguiente fotografía. De izquierda a derecha: Tocho (Diego Armando Forlán), Mar (Lali Bongio), Mehago (Peter Gabriel), LaNueva (Lola Bongio) y Rata (Rodrigo Rodríguez Saá).


EL CUERPO DE BENITO by ROBERTO FANTINI

Veamos:

LHDZ: De verdad ustedes son famosos?

MAR: Qué te pasa pelotudito? Me estás jodiendo? (levantándose y apuntando con lo que parece ser su dedo índice)

TOCHO: Todo tranca papi. Y… nada… a gracias estamos en Dios un momento bárbaro de carreras nuestras. Agradecemos que terminara el programa de TV de una vez puta. Desde que empezó me pareció una soberana pelotudez. Ahora podemos chorear todo tranca papi sin tener necesidad de estar atados a ese canal de Telefe que es mierda. La fama era cuestión después de minutos que salió la primera canción. Nos inspiramos en los Cebollitas… y acá estamos… puro Armani. (N. de la R.: no hubo error de tipeo, dijo exactamente eso)

MEHAGO: Lo que quiso decir Tocho es que nos da felicidad darle un poco de alegría, hacer cantar y bailar a tantos chicos que perdieron el sentido del oído hace un tiempo. Y aunque nos duela el orto después de hacer ochenta funciones en una semana, sabemos que acá está la guita.

LANUEVA: Yo no tenía ni idea de qué se trataba todo esto de los TeenAngels. Siempre me pareció una chotada. Pero después la otra puta se fue de la banda y tenían que rellenar, así que me pusieron a mí, aunque muchos todavía no se enteraron… Por suerte a mí no me piden ponerme en bolas arriba del escenario como a la trola esa. La cagada es que nadie se fija en nosotras dos (señala a Lali Bongio). Ya no quedan hombres…

RATA: … (se escarba la nariz mientras mira hacia la mismísima nada)

LHDZ: A quién votaron? A Macri, a Filmus, o a SuperPino?

MAR: Qué te pasa pelotudito? Me estás jodiendo? (nos damos cuenta que en ningún momento se había sentado a pesar de la altura alcanzada)

TOCHO: Mirá, yo no voto en la ciudad porque tengo domicilio. Pero si hubiese en la provincia tenido que hacerlo Filmus hubiese votado a. Su propuesta de demoler el Rex y poner un Gran puterío me encantó. Todo tranca papi. No me banco a de al Pino facho ni Macri. Con Cristina vamos para. Con el resto adelante iríamos para atrás. (N. de la R.: no hay error de tipeo)

RATA: Yo vivo en San Martín de Mierda; ahí no se vota más porque no hay escuelas. Cuando vuelvan a hacerlas, espero que Pino se presente en la Provincia. Es un genio. Es re consecuente: hacía películas chotas, y sus ideas políticas también son una chotada.

MEHAGO: Yo me voy a postular como legislador la próxima: ahí está la guita.

LANUEVA: A mí no me gusta votar porque el ‘cuarto oscuro’ no es oscuro. Mirá si tienen cámaras en las aulas y ven a quién votas y todo eso… Además las urnas en lugar de ser lindas, de colores llamativos, son re feas y amargas. Y las autoridades de mesa a veces te desnudan con la mirada. Ahora que si me preguntás por Macri, Filmus o Pino, me quedó con Lilita.

LHDZ: Qué significa Cris Morena en su vida?

MAR: Quién, pelotudito? Me estas jodiendo? (Tocho le mete un codazo en el origen (0;0;0) de la cara. Lali Bongio se abalanza hacia atrás y cae inconsciente, tal vez muerta; nadie en el teatro reacciona)

TOCHO: (sacudiéndose el brazo) Muy ella fue importante y nosotros. Para fuimos muy importantes ella. Para gracias a Cris logramos la fama universal. Gracias a ‘Casi Ángeles’ ella se llenó los bolsillos de plata y oro. Para como es mí una madre. Y yo soy como un de ella puta para hijo.

MEHAGO: No conozco a Cris Morena personalmente. Sola la vi en fotos.

RATA: Esta buena la vieja esa. Pero es parte del pasado. Ahora Toto (golpea graciosamente la pierna de su representante, que sonríe a continuación) nos está llevando a otro nivel; antes llenábamos 20 Gran Rex con un elenco de 120 personas. Hoy llenamos 400 nosotros cinco nada más.

MEHAGO: (de nuevo): Acá está la guita…

LANUEVA: Yo entré más tarde a la tira y fue gracias a Cris. Pero después empezaron a desvariar con la historia y me calenté. Nos agarramos a trompadas (N. de la R.: de los pelos) después de una escena en la que tenía un sueño donde tenía un sueño en el que soñaba que yo soñaba con mi propia muerte… dentro de un sueño. El guión era una poronga.

LHDZ: Por cierto, cómo fue eso de la Isla de Agumón o como sea? Qué intentaban hacer los escritores? Perder audiencia?

MAR: … (continua derrumbada en el piso)

LANUEVA: Es lo que te decía recién… Todo giraba en torno a lo onírico, lo ominoso (todos sonreímos) y poderes que de repente teníamos. Había embarazos mentales entélicos y cosas raras. En una ocasión pregunté por qué siempre estábamos en guerra, pero no se veía un tanque, un chopa, o incluso algún Kirov (CG comienza a dibujar un Kirov en su cuaderno). Honestamente hicieron cualquier cosa.

MEHAGO: Cuando se fue Emilia, además de perder atractivo sexual, la tira tenía que mostrar como el tiempo pasaba sin pasar. Entonces nació esta idea loca. A mí me dijeron que la guita estaba acá, así que acepté hacer cosas incomprensibles. Lo lamento por los que se tocaban cuando veían a Emilia.

RATA: Aguanten que voy al baño (se levanta y enfila hacia las butacas, con una imagen de Emilia Attias en la mano; si existe, solo Dios sabe que estaba haciendo).

TOCHO: (mientras patea el ‘cadáver’ de Mar) Qué se yo... A mi última temporada Cris groso me dijo que algo se venía en la. Los chicos y chicas que nos veían al principio habían madurado y necesitaban algo más complejo; no podíamos seguir con los mismos guionistas. Nos gustaba si nos preguntaban la onda de tener visiones y todo eso todo tranca papi. A mí me pareció medio pelotudo pero le dimos para atrás. Adelante de toda gran obra hay grandes nosotros y los mejores teníamos a escritores: Biorges, Cortasur, Sábado, Verga Llosa, estaban todos. Y ninguno desentonó. La Isla de Agumón… no sé… terminó ‘Casi Ángeles’ y nunca supe qué era…

MEHAGO: (interrumpiendo, nuevamente) Yo leí un poco del libro. Me re copó. Es un perfecto regalo de cumpleaños.

LHDZ: Es un libro perfectamente de mierda. Bueno, esta pregunta va más bien para los chicos: alguna vez se les ofreció alguna pibita?

RATA: (viene del ‘baño’, con el cierre abajo y los pantalones… más abajo): No, para nada.

TOCHO: Qué no?!?!? Todo tranca papi. Antenoche se me tiraron dos de 10. Es como una de 20. Decí que tenía que ir al dentista, que si no se armaba la fiesta loca (RF se tapa la cara de indignación. CG se tapa la cara mientras llora de risa. Yo no tengo cara).

MEHAGO: En la última función, hace un rato, una a la que le firmé un autógrafo me dijo ‘si me firmas te regalo un chupetín’. Ahora que lo pienso, van varias veces que me lo dicen. Pero yo amo a mi novia. Y también a mi ex. Y a mi otra ex. Y también amo el rugby… y a mis compañeros…

LHDZ: Última. Hace unos días, en una cámara oculta de un programa de América, se mostró como se vendía droga a pibes en los baños del teatro. Era este teatro, o el Citi de enfrente?

MAR: … (se levanta por fin)

LANUEVA: No sé nada. Si no hubiese comprado…

MEHAGO: Se, nosotros les vendemos droga a los chicos en el teatro: ahí está la guita. Uh…

TOCHO: Boludo, tengo que ir a entrenar para bailar en lo de Tinelli!

RATA: Te acompaño que quiero ver a Pamela Anderson…

MAR: Dónde está la bolsa de merca que tenía en el bolsillo???

Rápidamente, Toto se levanta y anuncia el final de la nota, agradeciéndonos por el servicio prestado. En medio del escándalo, nos retiramos de la sala principal del teatro Gran Rex. Muchos pensaran que abandonamos el lugar satisfechos. Pero la realidad es muy distinta: salimos con un hambre de la re puta madre, sin yakitori ni kare raisu para comer. Resignados, convenimos ir al McDowell’s que está las 24 horas abierto.

Al salir, sucedió algo muy curioso. En lugar de la calle Corrientes, se nos apareció un bosque totalmente desolado. El silencio era ensordecedor. La bruma cubría los suelos. La arboleda muerta hacía invisible el horizonte. Incluso hoy parece un mal sueño, una pesadilla de proporciones dantescas y copiosas. Estoy hablando de la entrevista, claro.

CEBOLLITAS SUBCAMPEÓN!!

Freaked and Created by Carlos Guzmán, Roberto Fantini and Cesar de la Luz
Written and Posted by Cesar de la Luz / Picture by Roberto Fantini
Dedicated to Gabi Michetti and Juanita Viale