sábado, 13 de octubre de 2012

Reflejo dorado sobre el perfume de locura

Cerró los ojos y evocó el olor a gasolina [...] Él se encontraba sentado en un coche con 
el cristal de la ventanilla bajado. Ella se acercó corriendo, echó la gasolina a través del hueco 
de la ventanilla y encendió la cerilla. Fue cuestión de segundos. Las llamas prendieron en el acto. 
Él se retorcía de dolor mientras ella oía sus gritos de horror y sufrimiento.
Stieg Larsson [Flickan som lekte med elden - The Girl Who Played with Fire]

Un intelectual es alguien que ha encontrado algo más interesante que el sexo.
Edgar Wallace

Fragmentos en peregrinación – Offtopic

Algunas personas solo lo murmuran; pero en su fuero más íntimo, no lo consideran únicamente un rumor. Por miedo, lo interpretan como un error en las ecuaciones de la virtuosísima naturaleza; desde otra perspectiva, consideran aquello como un gran acierto en las absurdas intenciones distópicas del Creador. Fuera de ese espacio, y basado en hechos de los cuales he sido testigo inequívoco con el correr de los años, puedo aseverar que dicho rumor trasciende las fronteras de la ciencia o la religión, transmutándose en una verdad a gritos, en una entidad con interpretación propia. Cuando alguien se abandona por completo a la última desgracia, lo terrible no es que ésta consuma cada estrato del alma y del corazón, alienación del hombre moderno. El problema radica en el imperdonable delito que constituye robar fragmentos de esa existencia ya condenada a una eternidad de sufrimiento, a fin de vender esos fragmentos al mejor postor, pertenezca ese ser a este mundo o a otro mundo. El siniestro en cuestión no permite quejas; encontrará solo silencio. Y desconoce toda compensación; el dinero, la materia, no puede pagar ciertas cosas. Cometida la ofensa, se altera la historia, su historia…

Inmensas columnas – decoradas con extravagantes dibujos, paradigma de lo triste y detestable del tiempo – sostenían el abismal templo de ese cuento de terror, toqueteando el cielo con increíble perversión. Llamas anaranjadas sobre cínicos candelabros capturaban la atención del harapiento muchacho, peregrino sin rumbo por el feudo de bestias. La fantasmagórica imponencia del lugar hacía fallar su percepción, ya vacilante, indeterminada la altura y real envergadura de una sala, cuya valía artística descansaba también sobre sus ominosas paredes. El sinsentido de aquella pesadilla hubiese hecho tambalear al más fuerte. 

Apenas unos segundos después que se encendieran los motores de la antiquísima locomotora sanguinolenta, poniéndose en movimiento las penas ajenas, comenzó a diluviar: adorables e inofensivas cucarachas fueron el perfecto vínculo entre los vicios del paraíso y las bondades del infierno que dominan la ciudad sin nombre. Los sórdidos vagones protegían de esa particular lluvia a los infelices que se habían arriesgado a comprar el boleto hacia la nada misma; y también se encargaban de ocultarlos, por qué no, del insoportable aroma otoñal, próximo a contaminar las horas del mundo. El brillo grisáceo apenas se colaba por los sucios y descuartizados ventanales. Atrás ya había quedado la Primera Estación: ni más ni menos que la terminal de trenes de Oviedo; no había sorpresas en esa horripilante mañana de marzo. Sorteado el cementerio de inverosímil fealdad donde descansan las formaciones en desuso, bordeando los inefables jardines de la mentira, el vertiginoso movimiento de las cucarachas iba creciendo, excitadas por alguna entidad incorpórea, otrora bella y angelical, que las llamaba a pecar contra la humanidad. La frustración rápidamente se convertía en goce; hasta que esos tristes ojos oscuros se cerraron, abriendo las puertas del caos, dando la bienvenida a los recuerdos de la última primavera y su fingida inocencia. Así comenzaba el cuento de terror del desgraciado sujeto que regaló los fragmentos de su existencia.
Las inscripciones talladas con el rencor de los dioses en las columnas del ciclópeo templo no guardaban relación con civilizaciones antiguas; tampoco parecían concepciones de universos surrealistas. Los pequeños garabatos que conformaban fantásticas proposiciones solo podrían haber salido de la mente de un condenado, de alguien que había dejado su pasado, su presente y su futuro en esas palabras. Ni se inmuto el pobre muchacho cuando reconoció su propia obra, grabada en un lugar que no había visitado ni en sueños. Pero no pudo evitar estremecerse cuando sobrevino la imagen de una botella flotando en un mar de absoluta perfección. Esos preciosos momentos pertenecían a su insignificante vida. En tanto, las débiles luces de los candelabros apenas alumbraban las cientos y cientos de pequeñas figuras, adorables y cargadas de maliciosa emotividad, desnudas en la pared. Aquellas caricaturas simbolizaban lo más terrible de la existencia humana, representaban la decadencia del ser y el esplendor del no-ser. Como si alguna parte de su cuerpo fallase fue imposible exteriorizar sus penas. Lo más notable de esas siluetas no eran sus motivos infantiles y su carácter netamente falaz, sino que dichas curvas eran típicas de los seres del cielo, antes que la impía bestia blanca y su abominable madre devorasen el calor y el color de la locura, antes que desapareciera el brillo de los astros más hermosos del firmamento.

Ese firmamento insondable, pesada y gloriosa sombra de lo ominoso, no tardó en quebrarse. La opresión en el pecho era un mal necesario, el precio por balancearse sobre la muralla que separa a la isla del resto de las sustancias. Se desvanecían los esqueléticos árboles y la visión de esas paredes blancas, mientras las columnas del templo eran violadas sin piedad. Una voz gutural lo llamó; operó un gran cambió en aquel infeliz, que corría como un loco en busca de una salida; las palabras talladas se perdían para siempre en los recuerdos de un lugar que se odiaba a sí mismo. Cada estallido derribaba candelabros y sumían a la sala en una oscuridad aún mayor. Se arrastraba por momentos, dudando entre recibir la furia que solo Dios puede desatar o escapar de esas formas espantosas. Divisó el umbral formado por un arco incoloro. Finalmente había escapado; sin embargo su peregrinaje estaba apenas comenzando

Algunos cientos de metros más adelante, en el bajo de aquel paraje trémulo de verdoso tono, enceguecedor en toda su extensión, había un pequeño lago, quizá un espejismo barato de novela barata. Fusión decadente, pálidas imágenes y angelicales vivencias confluían con innegable erotismo donde braman las bestias y oyen los ignaros dioses que las crearon. Los rayos del obeso sol, eternamente adolescente, estallaban contra la misteriosa alfombra de agua cristalina, que desde esa distancia se admiraba ínfima, e irresistible, por qué no. Más allá, fuera de todo sentido y sueño, el vacuo material. El templo en ruinas y el pequeño lago. Sobrevivir al desierto de yuyos dependía del azar; escapar del mal sueño era, sin dudas, una cuestión que excedía las diatribas de un ser humano sin nada de humanidad. La situación del personaje en cuestión era calamitosa pero también hilarante, pues la única persona con el poder para salvarlo jamás aparecería, sin importar de qué lado de la muralla se encontrase, sin importar cuanto desease dicha presencia, sin importar cuanto rogase por aquella. Sus plegarias no serían escuchadas, como había sucedido antes, como sucedería siempre. En el fondo, siquiera sabía si la persona formaba parte de la historia, de su historia.

Huérfano de alternativas, con el rostro entre algo de sangre y mucho de polvo, con golpes en el abdomen, con su brazo izquierdo adormilado, y balanceándose cual alcohólico, decidió recorrer esa cuesta inmunda que no le recordaba excepto su propia agonía. Sin llanto y sin sonrisa, esperaba que su pesadilla acabase allí, en el mar de locura bajo la luz despigmentada del astro más gordo de todos. Se arrastraba. El dolor poco a poco se convertía en un hábito triste, como las miles de estrellas apagadas por la lujuriosa arrogancia; acotando su existencia, remitiendo sus ganancias, a eso que es tan difícil de pronunciar, y mucho más difícil de definir y de aceptar, motor por el que adquiere una terrorífica entidad, un simiesco cuerpo dentro de los cuerpos sin alma ni corazón. Bailoteaba. Con el ominoso vacío como único testigo de la burda hazaña, se aproximaba el bello encuentro con la aún más bella muerte, eterna y etérea solución a los problemas de los vivos. Las pocas nubes que se alzaban sobre su cabeza traían el amenazante gris, color característico de los que ya no tienen una razón para continuar mirando ese cielo. Tardó casi una hora en recorrer el páramo extasiado de verde. Las recurrentes visiones poca relación tenían con la dicha, intercambiando el presente por el pasado, sin finas coplas de tristeza; con fieros golpazos a una bolsa de arena muerta, determinando el épico sufrimiento, el indelegable poder de Dios y del Diablo. Aún se resisten, ellos, a dejar en paz a los moribundos. Brillaban las aguas de aquel lago, llenas de perfección, sedientas de sí mismas, aguardando su próxima víctima. Aproximándose allí, el hedor característico de la hierba se transformaba en algo cien veces repugnante, en lastimosas caricias de verano; después de mucho, el desgraciado se sintió acorralado por el caos, que su sueño no era otra cosa que la realidad misma. Simbiosis artera de espanto y suave ternura, el aroma a locura trasvasaba el éter y a medida que las 'aguas' se hacían más y más grandes, más y más grande se hacían en su mente los otros tiempos: los que pasaron y los que no vendrán. Los recuerdos aplastaban los fragmentos. La ausencia crecía a cada paso, hasta tocar las fibras más íntimas, las que pensaba que ya no existían. Tal vez fuese la realidad lo que allí vivía, y todo lo anterior, sus padecimientos y sus inmensas felicidades, una imagen sin valor en los dominios de lo onírico. El perfume nublaba el horizonte distante, mientras la bestia blanca de pequeños ojos incoloros golpeaba las paredes de su pecho, presta a destruir lo que antes no había podido. Ya en el lago, apenas podía respirar; con sus piernas dentro de un frasco de temblor. El aroma prohibido declamaba el genocidio de sus futuras concepciones pasadas. Una mano delgada atravesó el delicioso manantial...

No se trataba de agua. El agua no posee la viscosidad de ese líquido infernal donde estallaban los pesados rayos del grasiento sol. Hubiese preferido morir aplastado por alguna columna del templo que ya no existía más, cuesta arriba, en el prado desolado. Sus dedos pecaminosos volvieron a quedar impregnados con ese perfume. No se trataba de agua. Intentó cubrir su nariz y su boca, pero de nada serviría. En el fondo de aquel lago detestable estaban los fragmentos que faltaban; pero, cómo recuperarlos sin enfrentarse a los demonios con alas? "Valdrá la pena responder al llamado de la locura?", se preguntaba. No se trataba de agua.

La tragedia sucedió cuando se asomó para admirar en detalle esas aguas perfumadas. La imagen de la desazón que se dibujaba desapareció, convirtiéndose lenta pero inexorablemente en la visión de agonía más hermosa, en un reflejo dorado que hizo temblar su cuerpo con brutalidad. Escuchó esa voz, pero las palabras no salieron; escuchó esa voz y las lágrimas se agolparon en sus ojos muertos; y perdió la poca cordura que aún conservaba. Cambiaron los tiempos, pues esa sonrisa en el lago no le pertenecía, tampoco el brillo supremo que la caracterizaba. Se echó sobre el verde césped, al borde del estanque, cubriéndose del sol con su esquelético brazo; se rindió ante el poderío inconmensurable de los recuerdos. Intentó olvidar su historia; como si aquel silencio no hubiese existido, como si aquel árbol continuase protegiendo a las débiles bestias de la monstruosidad de la bestia blanca y su despiadada madre, como si aquella escultura no hubiese sido un instrumento de venganza. Volvió a sentir algo, aunque no fuese más que una terrible tristeza. La opresión en el pecho pronto desapareció; también ese perfume suave y penoso. Al unísono, la llama de su vida se apagó. El cielo se quebró. Una espeluznante rajadura marcó el principio del reinado de la oscuridad. El páramo se volvió negro, y el verde césped pasó a ser una alfombra de cenizas indescriptible. El tipo observó detenidamente las aguas, sin brillo pero inmutables. Todo se había venido abajo. Con la intención de arrojarse y acabar con las penas, se asomó para ver ese reflejo una última vez pero todo lo que había era una amarga sombra sin nombre. Flotando por la orilla apareció un diminuto cofre con motivos estivales, frágil, como la delicada mano de una princesa. La tomó y corrió la tapa con mucho cuidado; adentro no había otra cosa que cucarachas, libres de todo pecado, amantes de ese perfume detestable.

Allí acabó el cuento de terror, llegando a la octava estación del recorrido. Rostros inexpresivos por doquier. Ninguno de los cinco ocupantes del sórdido vagón 528491 se dio cuenta que el tren se había detenido. Todavía confundido - sobre todo por el realismo de aquellas imágenes -, a través del astillado ventanal alcancé a divisar a un sujeto vestido completamente de negro, sentado en un banco alargado, con un bolso y un paraguas descansando a su lado, en medio de un andén tan gris como el manto eterno. Recién cuando la formación arrancó me di cuenta de quién se trataba: era el mismo tipo de mi cuento de terror. Ya no caían cucarachas del cielo, de hecho ni siquiera se las podía ver bailoteando por los suelos de aquel feudo repulsivo. Cuando me asomé, el muy desgraciado estaba ya en el cruce, con la mirada perdida, muerta, sosteniendo un paquete toscamente embolsado, fino y rectangular, con una inscripción bastante ordinaria, aparentemente el destinatario. Fue haciéndose más y más pequeño, hasta quedar reducido a un punto tristón en una inmensa hoja; y recordé que debía bajar en esa misma estación, la octava, para entregar otro paquete. Desconozco su destino en aquella tierra de bestias. Mucho menos puedo precisar si, efectivamente, fue testigo del reflejo dorado sobre el mar de locura, cuesta abajo en aquel prado verde que luego sería ceniza. Pero sí puedo asegurar que de sus ojos se desprendía la agonía más cruenta que jamás haya visto en una persona, o intento de persona, pues parece aventurado llamar 'persona' a un cuerpo inanimado, raquítico, que carece de alma y de corazón, fragmentos en peregrinación enterrados para siempre en las arenas desoladas de alguna costa helada y mugrienta.

(8) PUEDE QUE SI, PUEDE QUE NO… (8)

Written and Posted by Cesar de la Luz
Dedicated to Hachi Cerviño