martes, 4 de octubre de 2011

La mandarina que ensució el alma de uniforme azul

Ésa es una aventura que todos los hombres tienen que correr [...] todos han 
de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de una forma u otra su propia ruina:
 o porque nunca estuvo angustiado, o por haberse hundido del todo en la angustia […]
Tanto más perfecto será el hombre, cuanto mayor sea la profundidad de su angustia.
Sören Kierkegaard [El concepto de la angustia]

Lo innombrable - Offtopic

Bajo la sutil y obsoleta luz amarillenta de una lámpara incandescente; de cara al abismo de desesperanza de la última desgracia; maravillado ante esa preciosa e inmóvil figura de cabello pardo y redondeado rostro; sentado frente a una mesa decorada solo con una cesta de frutos abominables; enterrando el ordinario pasado reciente; Navarro disfrutaba genuinamente de la vida. De todas las frutas, una en particular llamaba su atención: una pequeña, más bien deforme, anaranjada y de aroma venenosamente dulce. Aquella tarde de miércoles – soleada como en sueños, exigua como en pesadillas, atiborrada de bellas emociones, esplendor de la triste realidad – trascendía las barreras del tiempo y del espacio, fusionaba arteramente la razón con la locura, proponiendo un verdadero juego de maldades entre el demoníaco cielo y el glorioso infierno. La mismísima nada, con su verdoso cuerpo desafiante de todas las leyes naturales, sin que nadie pudiese notarlo, menos evitarlo, reptaba por sobre las veredas y calles, abriéndose paso entre las ominosas masas grises y las horripilantes plazas de esa inhóspita ciudad imaginaria que, aún hoy, huele a mandarina. Todo aquello estaba construido tan solo para derrumbarse, y Navarro lo sabía desde el momento en que ese mundo había sido levantado, una copiosa noche de otoño.

El desgraciado fumador no podía recordar si había comido dicho fruto. Tampoco recordaba el origen de los bestiales golpes que podían oírse en la habitación contigua. Sin embargo, con envidiable claridad, inmortalizó en su memoria las fotografías que había visto en aquel momento aciago, y también esa sonrisa que durante eones recorrerá el derruido camino entre su alma y su corazón, arrastrando consigo una dichosa tristeza. Todas esas visiones podían, o bien ser producto del deplorable y habitual estado mental de Navarro, o ser obvia consecuencia del terror proporcionado por aquella tempestad inconcebible que azotó al navío blanco que tripulaba, comandado por un juvenil y excéntrico capitán.

Al tiempo que las furiosas aguas del Mar de Baraja golpeaban la débil y maltratada barcaza, bajo un cielo curiosamente despejado, y mientras casi toda la tripulación perdía la conciencia merced a una extraña enfermedad, Navarro notó que algo sobrevolaba a la par de la embarcación. Contrastando con la inmortal oscuridad de la noche, pudo ver con claridad eso que se elevaba con delicada perversidad. No parecía real, solo una mandarina más en la imaginación de un demente; un demente que pronto se sumergiría en las profundas aguas de aquello que había creído desterrado por la eternidad.

Los médicos que atendieron a los ocupantes del navío en desgracia atribuyeron la fiebre, las alucinaciones y los posteriores desmayos, a la comida en pésimo estado y a las exóticas bebidas consumidas durante la noche del sábado. Al parecer (y con justa razón) los especialistas prefirieron no adentrarse en lo desconocido, en eso que no pueden explicar por miedo al ridículo. La doctora sureña que examinó a Navarro, en la tarde del domingo, nunca abrió la boca. Tampoco el desdichado fumador lo hizo. El propósito de la travesía por el furtivo Mar de Baraja no era menos absurdo que el de otros, pero ninguno imaginó terminar rogando por su vida al mezquino dios.

A pesar de su estado deplorable, la embarcación Ballester – bautizada así por el ya retirado capitán Garrido, el más temerario de su generación – era el orgullo de la flota del Norte, compuesta por un interminable número de naves, de las más diversas características y las más heterogéneas e insólitas tripulaciones. El lector no debe esperar una detallada descripción del barco, pues no soy un experto en la materia y con seguridad nunca lo seré. Basta con decir que el casco, en su esplendorosa totalidad, estaba pintado de rosa, devenido en una especie de gastado blanco tras la inverosímil cantidad de viajes realizados. Fue el hijo del antiguo capitán, un joven impetuoso, de excelsa vida nocturna, quien tomó la posta familiar, y se encargó de aquella barcaza inmemorial. Bajo su mando quedarían Espinosa, vicecomandante del Ballester; Romano, el mecánico; Darío, el cocinero; y Navarro, encargado de limpiar los baños. Ni un millar de palabras bastarían para describir sus virtudes; pero mucho menos alcanzarían para enumerar sus vicios y miserias. Quien completaba el intrépido grupo de exploración era un ser de interminable ominosidad, que todo lo domina y todo lo sabe, aún sin saber que sabe y domina todo lo que sabe y domina.

El navío zarpó del puerto Soriano, ubicado en la pacífica y mugrienta costa este de la ciudad sin nombre, a las cinco en punto. Esa tarde de sábado, momento en que el Ballester se adentró en las terroríficas aguas del Mar de Baraja, no será fácilmente olvidada. Como tampoco será olvidada la primera noche a bordo, en la cual casi todos los tripulantes del vapor cayeron víctimas de una extraña fiebre de procedencia desconocida, inexplicable hasta para el más sabio de los médicos consultados. El limpiador de baños fue el único inmune a esta particular afección; sin embargo, este desdichado hombre padeció algo mucho peor: tormentosas e inenarrables visiones, que lo llevaron a un calamitoso estado de locura, comparable solo con lo vivido en aquel templo de intensa malignidad, donde despigmentados terroristas propiciaron un baño de sangre insólito, o en el ominoso rincón gris, donde asistió a su propia muerte.

Y por supuesto, nada ni nadie podrá desterrar de la memoria de esos marineros los hechos que se produjeron aquella soleada mañana de domingo, instante en que todos los que habían caído despertaron, y se encontraron con Navarro, completamente embriagado en inefable demencia, echado sobre el verde asiento del camarote del capitán, repitiendo una y otra vez una frase que se grabó a fuego en los corazones de quienes la oyeron; y decía más o menos así: “hoy no… el ángel otra vez no…por favor, esta noche no…”. Su tono, débil por descaro, cubría al mensaje con de un halo absurdamente esquizofrénico.

Nadie le encontró explicación coherente a los incoherentes susurros del incoherente limpiador de baños. Tan solo el desgraciado cocinero, algunas semanas más tarde, con Navarro ya recuperado del espanto que destruyó sus nervios, pudo comprender lo sucedido, aunque con ciertas reservas pues uno no tuvo el coraje para contarlo todo y el otro para indagar lo suficiente. Esa noche de primavera, a bordo de un cansino navío blanco, que de blanco no tenía nada, nuestro singular protagonista, cuya vida parecía haberse extinguido tiempo atrás, volvió a sentir el lánguido latido de su corazón.

Varados en la grandiosidad de un mar verdoso y repugnante, la inexperta tripulación sufrió los embates de la locura, estigmas del elixir que el joven capitán les había proporcionado; una bebida sagrada, proveniente del remoto oeste y de sus templos aún más remotos. Ya sea producto de las alucinaciones de estas extravagantes pociones o del diabólico sonido de la innatural tormenta a la que el navío se vio sometido, casi todos cayeron enfermos. Tan solo Navarro quedó en pie, desprovisto de toda protección mental, ante la soledad y la inmunda visión de aquel manto estrellado de color negro azulado que se levantaba sobre el barco y sobre el interminable Mar de Baraja. Es entonces que deja de tener sustento la teoría que afirma que la insondable masa de agua brinda cierto resguardo, y repele toda clase de soporíferos horrores; muy por el contrario, las eternas aguas de la devastación se comportan como un imán de absurdo desquicio y de todo aquello que los hombres desconocen desde su concepción.

El dulce sabor de la mandarina era la fiel imagen de la felicidad de un muchacho algo sucio y algo desprolijo, un delicioso veneno que alimentaba el motor de su existencia. Sentado frente a una redonda mesa blanca, admiraba sin temor a su más preciado tesoro, que brillaba más que miles de soles y personificaba todos sus deseos, los ocultos y los conocidos por todos. Muy lejos estaba la sombra copiosa; aún más lejos, las negras nubes de la desolación; cerca, el gigantesco sol, que asomaba con esplendor perfecto, acariciando la mejilla izquierda del pobre muchacho con sus cálidos rayos de perversa ternura. Deseó Navarro, aquel momento fuese eterno. Hoy desea nunca haberlo vivido.

Para una sencilla comprensión de los hechos que llevaron a estos falsos héroes a un nivel único de alienación, debo remontarme a los comienzos del viaje a bordo del Ballester. Con este propósito, transcribiré, hasta el más mínimo detalle, lo que el capitán del navío, el joven Garrido, apuntó en su bitácora de viaje:

“Diecisiete horas: Comienza la travesía en busca del Arrecife Dorado. Espinosa no para de gritar de la excitación. Romano se entretiene con un aparato rectangular negro que trajo consigo. Navarro mira constantemente el cielo grisáceo. Parece esperar algo o a alguien. Nunca voy a comprender las cosas raras que hace y dice; si no fuese bueno limpiando baños no lo traería más conmigo. Los otros dos observan el majestuoso y trepidante mar con suma atención; al menos ellos sí ayudan. Me gustaría beber algo fuerte.”

“Diecisiete horas nueve minutos: El viento opone resistencia. No es una dificultad insalvable si se tiene destreza suficiente como la que tiene un buen capitán. En minutos llevaré a cabo el ritual que la familia Garrido ha repetido cada vez que se embarca: lanzar una bolsa con 33 monedas de Ramos al fondo del mar. Los dioses estarán con nosotros. Eso lo puede intuir solo un ilustre capitán.”

“Diecisiete horas veintiún minutos: Acabo de terminar con el ritual. El puerto Soriano se ha ocultado de momento. Seguramente volvamos a verlo el día de mañana, con el éxito a cuestas.”

“Dieciocho horas treinta y cinco minutos: La quietud de las aguas me perturba un poco. Asumía un embravecido mar en estas latitudes. Espinosa ha comenzado a beber y a hablar con cierto desparpajo. Espero no se embriague antes de llegar al Arrecife. Romano se ha dormido: con seguridad anoche no pudo descansar lo suficiente; espero que el Ballester no falle pues no tendríamos mecánico. Navarro continúa en las nubes, como si quisiera saber en qué momento ese ‘algo’ se presentará (si es que se presenta ante él). Espero se muera. Tal vez Espinosa deba compartir algo de su bebida conmigo. He perdido de vista a los otros dos. No quiero ni pensar qué están haciendo; mi cocinero también está chiflado.”

“Diecinueve horas: El sol comienza a ocultarse detrás de la infinita alfombra anaranjada. Voy a tomar algo antes que caiga la noche, o no podré reaccionar ante un posible peligro. Romano se ha despertado al fin. Tengo la sensación que nos hemos desviado un poco, pues ya deberíamos estar viendo las aureolas del Averno. Un rumor extraño, algo así como un rugido, se entrevera con el sonido seco del agua golpeando mi barco.”

“Diecinueve horas dieciséis minutos: El Ballester ha comenzado a tener problemas, pero nada tienen que ver las acciones o decisiones del capitán. El clima es incomprensible en estas regiones desoladas. Asoman las estrellas entre el claroscuro; el comportamiento del mar es pavoroso por momentos. Con la caída del sol y la marea actual es imposible vislumbrar el arrecife; temo nos hayamos desviado. Posiblemente debamos anclar aquí y esperar hasta mañana. Espinosa es alguien en quien no se puede confiar cuando está borracho.”

“Diecinueve horas veintiún minutos: Acabo de ver el rostro de Navarro, y me ha proporcionado una cuota de horror mucho más grande que cualquier adversidad climática: parece haber dejado de buscar ‘eso’ que buscaba; ha adoptado una mueca siniestra, como si supiese cuándo y cómo aparecerá, como si estuviese elucubrando algo espantoso y copioso. Temo un motín, aunque es solo el encargado de limpiar los baños. Romano ha comenzado a beber también mientras habla con mi cocinero y el ser sin nombre y sin rostro.”

“Veinte horas treinta y siete minutos: El cocinero y el ser sin nombre han comenzado a preparar la cena. No comprendo la receta, pero utilizan todo el queso que cargamos por la tarde. Afortunadamente hay suficiente elixir. Navarro parece estar tarareando una canción. Le temo por momentos. Una densa neblina ha comenzado a levantarse. No imaginé a un Mar de Baraja con tantas complicaciones. Tal vez debimos aguardar algunas semanas para viajar. Espinosa no es de confiar cuando está sobrio tampoco.”

“Veinte horas cuarenta y dos minutos: Anclamos finalmente. Mañana continuaremos con la búsqueda.”

“Veinte horas cincuenta y cinco minutos: Trataré de beber mucho para echarme a dormir lo más rápido posible. El aroma de la comida comienza a abrir mi apetito. Un sabio capitán se alimenta primero que su tripulación para poder guiarlos a la victoria rápidamente. Es extraño, pero Navarro abandonó su estado catatónico y se acercó para conversar con los cocineros.”

“Veintiún horas dos minutos: El ser sin nombre y sin vergüenza parece haberle dicho a Navarro algo que lo dejó completamente congelado, pero no tengo idea qué. Un gran capitán no se entromete en asuntos triviales y ajenos, especialmente si de inexpertos navegantes se trata. Aunque, haciendo honor a la verdad (algo que me distingue, por otro lado), la mueca del limpiador de baños, mientras veía hacia la mismísima nada, me asustó bastante. No viajará más en el mismo barco que este grandioso capitán; lo odio. La conversación reciente con Espinosa me ha dejado satisfecho, así también como los tragos que bebimos, observando el interminable manto de agua que Dios creó. Me pregunto que le habrá dicho el ser sin nombre a Navarro…”

“Veintiún horas cincuenta y nueve minutos: Por fin, todos reunidos. Con este excelso capitán como anfitrión, en el hermoso Ballester, comenzamos a comer y a beber. La temperatura ha bajado, pero reina la paz a bordo y también en los alrededores. La intensidad de los vientos amainó y las aguas ahora están quietas. El éxito está asegurado. Una peculiar niebla no me permite ver la luna todavía.”

“Veintidós horas un minuto: Este sabio capitán ha optado por levar anclas y proseguir con el viaje. La cena también continúa.”

“Veintidós horas catorce minutos: Es un desastre!! Las condiciones climáticas se han modificado radicalmente. El navío es imposible de controlar con las ráfagas furibundas. No lograremos encontrar el Arrecife; por el contrario, creo que encontraremos la muerte. Tengo mucho miedo… Que Dios me ayude a mí y solo a mí… Maldito cocinero, maldito ser sin nombre, maldito mecánico, maldito Espinosa, maldito Navarro… Que Dios me ayude a mí y solo a mí...”

Esas fueron las últimas palabras que el joven capitán Garrido pudo apuntar en su bitácora de tapa blanda color caqui. Mientras observaba aquel desenlace furtivo, guardó la libreta en su chaqueta y no se la mostró nunca a nadie. Por qué escribía en lugar de dar instrucciones de navegación en un momento de emergencia, es algo que desconozco. La trepidante tormenta destruyó gran parte de la popa del Ballester. La nave no se había hundido solamente por la enorme y divertida misericordia de Dios. Los vientos cruzaban el estrecho barco con una fuerza nunca antes experimentada ni por el capitán ni por su vicecomandante, abalanzándolo de forma terrorífica. Los mandos ya no respondían, y cualquier pedido de socorro sería en vano, encerrados en una inmensa muralla de agua negruzca y despiadada.

En el preciso instante en que la tempestad parecía alcanzar su punto crítico, el cielo comenzó a desempolvar al astro que guía a aquellos que han visto ocultarse el gigantesco sol para siempre. Mientras el navío, al borde del hundimiento, era alcanzado por espeluznantes holas de inenarrable altura, la neblina comenzó a retirarse con envidiable tranquilidad, desnudando al estrellado cielo azulado y a la helada y preciosa luna, sueño imposible de los muertos en vida. La tripulación del Ballester comenzó a perder los estribos entonces, asombrados al ver amainar la lluvia y la letal ventisca. Operó en ellos un drástico cambió; afectados por algún tipo de enfermedad soporífera, comenzaron a tener alucinaciones, que culminaban en un desmayo febril. Espinosa, el ser sin nombre y sin voz, el cocinero y Romano fueron los primeros en caer. Sus últimas visiones guardaban relación con una antigua guerra, un teatro en llamas y un dictador de interminable vigencia y poderío. Pronto, el joven capitán Garrido cayó. Antes de perder la conciencia notó que Navarro no paraba de observar a una especie de pájaro negruzco que sobrevolaba a la par de la embarcación vetusta.

Todo se desarrolló a una irrisoria velocidad. El limpiador de baños apenas notó el inmenso parecido entre esa ave y los seres alados de leyenda, creados por dios, utilizados por el diablo. Con el destello de las estrellas culminaba la trepidante tormenta, y Navarro por fin se encontraba con eso que había estado esperando desde la partida del navío del puerto Soriano. Sin embargo, lo que imaginó, nunca sucedió. Todo lo contrario.
                                           
Aquel ángel vestido de negro, celestial humanización de la redonda y blancuzca luna, descendió rápida y elegantemente a la cubierta destruida del Ballester, donde Navarro permanecía petrificado por esa indecible visión, con los ojos abiertos como un par de huevos fritos y una tensión absolutamente irreproducible en la mandíbula. El ángel retrajo, entonces, sus hermosas y espectrales alas, acercándose con misteriosa lentitud al único miembro de la tripulación que no había caído víctima de esa extraña y macabra fiebre marina. La expresión del pobre desgraciado lindaba lo absurdo, y hubiese provocado una mueca de piedad hasta del mismísimo diablo de papel. Retrocedió en el instante en que aquel ser alado posó sus delicados pies sobre la derruida barcaza, temiendo por su vida y por la de sus inconcientes compañeros, quienes debían estar en el mundo perfecto. Cuando el ángel levantó su cabeza, permitiendo la visión interminable e intolerable de sus bonitos, pequeños y oscuros ojos, el limpiador de baños recordó lo que en el “jardín de la mentira” había nacido y fenecido: la última desgracia. En honor a la verdad, que muchos saben pero pocos aceptan, esa desgracia siempre había brillado en su interior, oculta solo por el confuso resplandor del confundido sol, apagado para siempre. Aún en la más repugnante noche, aún con la infernal música sonando, aún con el pesado recuerdo de los días de invierno que jamás volverían, aquel sentimiento verdoso continuaba vivo.

Navarro no tuvo chance ni siquiera de pestañar pues no quería ni podía darse el lujo de perderse detalle alguno de ese ángel de sempiterna hermosura que vestía completamente de negro, señal de divina malignidad; su piel perfecta brillaba aún en medio de la tenebrosa oscuridad del Mar de Baraja; era la suave brisa del norte la que volaba aquellos rizos dorados de innatural magnificencia, y los dotaba aún de más belleza; y, a pesar de ser más bien pequeña, aquella muestra absoluta de perfección, podría haber embobado y encantado hasta al demonio más detestable.

El limpiador de baños se dejó caer, apoyando sus rodillas en la desvencijada cubierta de madera, golpe que se pudo oír aún con el silbar del maléfico y quejumbroso viento. Al borde de las lágrimas, inexplicables, comenzó a perder la cordura. Sacudiendo la cabeza, tapándose el rostro con ambas manos, intentando en vano desterrar todo pensamiento desgraciado de su alma, fue incapaz de evadir el incierto mundo que le esperaba tras esa barrera. La cocina de paredes amarillas, sitio que nunca abandonaron ni su memoria ni su alma, apareció nuevamente para arrasar con lo que quedaba de su conciencia. Las mandarinas formaban una inmensa montaña, sobre la redonda mesa blanca, cayendo en las piernas del pobre Navarro, que nada podía hacer para evitar el derrumbe, abandonado por la sombra que una vez lo asesinó.

Navarro comenzó a gritar como un loco y huyó despavorido, intentando arrojarse al mar sin importar nada más. Es así que obligó al ser de negras alas a actuar rápidamente, recurriendo a un macabro artilugio que ahogó sus eternas penas en el mismísimo sótano de su alma. Antes de una posible tragedia, el ángel de cabellos dorados tomó de la cintura al demente muchacho que había alcanzado el borde del precipicio; lo rodeó con sus pequeños brazos, apretándolo con todas sus fuerzas, que naturalmente no eran muchas. Navarro tembló. De repente, comenzó a borronearse la imagen del cuarto con la redonda mesa blanca, y las mandarinas, finalmente, desaparecieron por completo, como derritiéndose en un horno inconcebible. Navarro recuperó la conciencia completamente tras esta sucesión de absurdos; ahora no agonizaba en una tierra innombrable, sino en brazos del ser más hermoso de la tierra, o mejor dicho, de los cielos. El Mar de Baraja parecía congelado; el cielo, tan despejado como en sueños. Fue entonces que se dio vuelta y pudo observar con lujo de detalles el rostro de cuadradas facciones, precioso por siempre, destellando por efecto de la cegadora luz de la luna, sonriendo como la muerte le sonríe a todos los que la buscan con desesperación. No pudo ver más.

El desgraciado muchacho despertó en una improvisada enfermería; sin recordar cómo había llegado al camarote del capitán, y sin tener noción de las palabras que no dejó de repetir hasta que lo encontraron allí, desparramado y completamente loco. Por obra de la casualidad, la tripulación del Ballester fue socorrida por la nave exploradora Escalada, cuyos médicos se encargaron de atender a los ignotos heridos.

Así como la calma siempre es inequívoca señal de una sucúbica tormenta (y viceversa), los ominosos sueños también terminan siendo la antesala de confesiones de un muerto que aún tiene la desgracia de respirar. Fue el infortunado cocinero quien debió soportar el peso del pasado, y oír todo lo que su antiguo compañero de aventuras vivió en la inmensidad de la noche del Mar de Baraja. Darío no comprendió ciertos aspectos, absolutamente impersonales; la gran mayoría de las situaciones quedaron libradas a la más libre interpretación ante la ausencia de detalles. Durante esa conversación recordaron la tempestad inenarrable, la fiebre alucinatoria de extraña procedencia, el resplandor de la luna mientras las olas descuajaban el viejo casco de la nave blanca, que de blanco no tenía nada, el vuelo celestial de un ser que no pertenece a este mundo, aquellos pequeños ojos de intensa compasión y perversidad, la inolvidable voz socorriendo a la mismísima locura, la sonrisa preciosa en el rostro más perfecto, y, por sobre todas las cosas, la caótica montaña de mandarinas que con impiadosa furia sobre la cabeza de Navarro cayó, desolador estigma de la última desgracia.

Written and Posted by Cesar de la Luz
Dedicated to Zaira Nara