martes, 27 de diciembre de 2011

El orgasmo de Erasmo


Con el paso del tiempo, conforme iba alejándome de aquel pequeño mundo,
dudaba sobre si los sucesos de aquella noche habían sido reales. Si pensaba que habían
ocurrido de verdad, me parecía que habían ocurrido de verdad; pero si pensaba
que eran una fantasía, entonces me parecía que habían sido una fantasía. Para ser una 
ilusión, los detalles eran demasiado precisos; para ser reales, éstos eran demasiado hermosos.
El cuerpo de Naoko y la luz de la luna.
Haruki Murakami [Tokyo Blues – Norwegian Wood]

La tumba que te parió – Offtopic

Postales de un barrio olvidado por todos. Un pequeño jugueteando con su padre como si el tiempo no fuese más que un obtuso impedimento para el goce. Un lánguido anciano arrastrándose por la vereda, utilizando un bastón para suplir las facultades que ese obtuso tiempo le arrebatara. Una odiosa pareja de jovencitos, de la mano, observando el cielo misterioso de nubes mentirosas, sonriendo ante el venturoso porvenir, sin comprender el carácter efímero y falso de la felicidad. “Estupidez”. Un pozo interminable en el suelo; un desagradable montículo de tierra húmeda. Y un muchacho triste que no puede evitar el fin de su existencia, al servicio de aquella desgracia que agrede a todo el que permite su entrada. Un puerto desolado de ominosos bodegones, donde descansan las inescrupulosas entidades fuera de control. Allí la devastación amorfa rinde tributo a los infames demonios verdes, y a su líder inexpugnable: el Diablo de papel celofán. Postales de un rincón de la ciudad sin nombre olvidado por todos.

El joven Alonso descansaba en su habitación del primer piso. Aquella antigua casa en el medio de la nada era refugio y, al mismo tiempo, la cárcel más espantosa que un ser pensante podía tener. Los alaridos de los pajarracos impedían que conciliara el sueño. Claro, en la granja que su padre y su madre mantenían con denostados esfuerzos no había mucho que se pudiese hacer. Podía dormir; o podía suicidarse. La muerte no es únicamente solución; también es salvación. El viento fétido balanceaba las copas de los árboles y las hacía chocar contra las paredes exteriores de la casona, construida allá por fines del siglo XIX bajo el expreso mandato del recordado doctor Hernández, quien falleció en circunstancias que preferiría no relatar, sobre todo por compasión a las inocentes almas que aún forman parte de este corrupto planeta lleno de agua. “Lujuria”. En el cuarto contiguo, la materialización de aquella inocencia: sus dos hermanos menores, y del otro lado, sus progenitores.

Tras unos segundos de indecisión, se levantó; había perdido hacía muchos años ya el miedo aún impreso en el cuerpo de los pequeños: el terror al silencioso e interminable vacío de la casona de crujientes maderas, cercada por los campos de trigo de la familia y un muro de negruzcos árboles. La imperante soledad de la granja provocaba, incluso en las vacas, melancólicas creaciones de vaya a saber quién, irrefrenables deseos decadentes. Un final varias veces anunciado, nunca concretado. Alonso abandonó su cuarto, en el primer piso, y enfiló hacia las escaleras, con rumbo desconocido; lo hizo despacio para no despertar a sus atareados padres y a sus rebeldes hermanos. Apareció ante sus ojos, ya en la planta baja, la cocina – quizá lo más grande e interesante de la apática propiedad de incomprensible estilo – sin poder evitar el refrigerador, donde una deforme pero brillante botella de leche aguardaba con paciencia. Cada paso estaba seguido de un crujido, típico pero igualmente detestable. Cada crujido estaba seguido de un paso, vacilante pero inevitable. Mientras bebía, el hijo mayor del matrimonio observaba con delirante atención la puerta trasera de la casa, de robusta madera y amarga tonalidad; esperaba la visita de algún loco, supongo. Pero no era esa gente, el tipo de gente que recibía visitas inesperadas: todo estaba diagramado; todo era predecible, hasta el fastidio.

Enjuagó su boca y la botella de leche; la apoyó sobre la mesada y comenzó el arduo camino hacia el piso superior. El molesto ruido de las escaleras continuaba. Alonso joven pareció oír unos pasos en el cobertizo; no pudo evitar detener su marcha y observar hacia arriba y hacia abajo; lo mismo hizo cuando llegó a la puerta del baño, mirando hacia izquierda y derecha. Luego, como si nada, continuó la travesía hasta el cuarto que el destino (su padre) le había asignado. Tenía dos opciones: dormir o suicidarse. La muerte también es redención. Así fue que volvió a tenderse en la cama, observando insistentemente la ventana cuya persiana permanecía cerrada e intentó, a pesar del golpeteo de los árboles contra la casona, a pesar del inenarrable aburrimiento que padecía, a pesar del crujido de las paredes, conciliar el maldito sueño. Observado por un peluche blanco, el único en su cuarto de adolescente, acomodó su brazo izquierdo bajo la almohada y trató, en vano, de despojarse del mundo tan simple que lo rodeaba. Imaginó la vida en la ciudad. Imaginó algo que no debía imaginar. “Locura”.

Aquel jovencito sentía por esa casa un profundo rencor: la consideraba su refugio, pero también una cárcel para su alma. No imaginó que pronto, esa construcción algo pedestre, levantada por expreso mandato del viejo Hernández, un doctor cuya muerte continúa siendo inenarrable, también se convertiría en su tumba. Aunque claro, esa granja, a pesar de sus obvias malignidades, no tenía ni tendrá nunca punto de comparación con el inmundo barrio donde habita el caos reptante, donde un desprolijo idiota de aspecto lamentable cavó su propia fosa, a la cual se arrojó, para horror de los vecinos, para deleite de las entidades fuera de control. Estoy hablando del barrio Sevilla, por supuesto.

El hijo mayor del matrimonio Alonso imaginó algo que no debía imaginar; vio algo que no debía ver. Lo vio arrojarse al pozo toscamente cavado. Vio esa trémula y desencajada sonrisa al momento de lanzarse hacia el fastuoso abismo de alienación, presa de una sombra de ojos incoloros. Aquel chico de campo fue testigo privilegiado del comportamiento errático del hombre cuando cae en las garras de ‘eso que no se puede nombrar’. La inescrutable visión de su ventana, cuya persiana estaba cerrada, fue devorada por un inverosímil bombardeo de imágenes: un puerto mugriento, una esquina maltrecha, un puente endemoniado, una guarida desesperanzadora, el Golem azul, la plazoleta interminable, y los negruzcos árboles escupiendo miles de hojas en pleno otoño, la estación de las lágrimas. De pie, a pocos metros de una terminal de tren tan antigua como la lujuriosa maldad, el chico de campo notó como la luna se escondía, temerosa vaya uno a saber de qué.

Impresionaba la forma en que los habitantes de aquel infierno de pan rallado escapaban raudamente hacia sus moradas, bajas casas y agrios departamentos que nunca terminaron de encajar en ese universo paralelo tan patético y hediondo. Hordas de personas de borroneados contornos, al trote, en busca del calor absurdo de sus familias. “Ignorancia”. Y entre ellos, la desgracia hecha persona: un hombre sin rumbo, sin vida. Claro, el chico de campo, nunca reparó del todo en este sujeto; llamó su atención la persona que acompañaba al desprolijo infeliz. Vencido por el encanto de algo que nunca existió, vencido por la curiosidad, decidió seguirlos. Era solo un sueño. Nada malo podía suceder. Con dificultad esquivó la infinidad de transeúntes que se agolpaba en las calles derruidas del barrio Sevilla, rincón de la ciudad sin nombre olvidado por Dios y por el Diablo; vestía aún su pijama celeste: tiritaba ante el peligroso viento, casi invernal. De no haber sido un vecindario enceguecido por la estupidez, se habrían percatado del aspecto de Alonso y habrían evitado el próximo desenlace. El indefenso jovencito no temía perderse en ese lugar de perdición y pecado; parecía discernir que en un sueño estaba y que, de un momento a otro, sería su madre quien lo rescatase. La pareja perseguida abandonó hábilmente la calle Olimpo, doblando en la primera esquina perpendicular a la estación de tren. Se encontraron con el pasaje principal del barrio, la calle Bandera, y enfilaron por allí hasta la Plaza Central. Dicho pasaje estaba invadido de negocios horrendos y de la más baja calaña, atendidos por gente que no daba muestras de pertenecer a este mundo; ni siquiera podían adivinarse los nombres de la calles pues los carteles azules eran ilegibles; quizá utilizando alguna artimaña, el Diablo había borrado todo rastro de humanidad en los rostros, sobre todo en el rostro de aquella noche borrascosa que quedaría impresa en la memoria de los vivos y de los muertos. “Destino”. Los habitantes de ese infierno de helado de vainilla danzaban sobre cucuruchos de asfalto, mientras el cielo se teñía de un color indefinible. Una mujer de unos cuarenta luchaba denodadamente contra sus cinco hijos: de aquí para allá, los infantes molestaban a los peatones, desquiciaban a su madre, y provocaban al Diablo, que vela y espera pacientemente para descuartizar y devorar las inocentes almas repletas de malignidad. Las luces de los negocios humildes y tristones lograban iluminar lo que la luna no podía; una luna que se escondía detrás de una densa y perversa humareda otoñal. El chico de campo observaba boquiabierto el espectáculo de la ciudad, asombrado por la magnificencia (ficticia) del lugar, un lugar que conocía por primera vez, aunque de un sueño se tratase.

Alonso notó como uno de sus perseguidos (el hombre) gesticulaba nerviosamente, mientras su acompañante agitaba las aguas de la desesperación, preparando el terreno para el ataque final de una sombra ominosa. El jovencito los siguió hasta la Plaza Central, donde comenzó a dudar de la veracidad de la situación: no era probable que alguien lo despertara pues se sentía cada vez más involucrado en la fantasía, casi percibiendo los movimientos y sentimientos de los dos zánganos a quienes seguía. Su conciencia maltrecha se estaba fundiendo con el sueño, borrando su existencia, allí, en la casona crujiente construida por el malogrado doctor Hernández, cuya muerte fue tan insólita como grotesca.

A diferencia de ese curioso par, Alonso decidió atravesar la plazoleta bordeándola y evitar el camino del centro. La esquelética arboleda casi artificial, muerta por efecto del otoño, de un tono marrón demasiado feo, dejaba entrever algunos rayos provenientes de los focos de luz que alumbraban tenuemente la serpenteante vía que algunas parejas podían considerar romántica, pero que de romántica no tenía absolutamente nada. Un par de malvivientes observaron a la pareja con obvias intenciones pero no parecieron reparar en el jovencito que vestía un pijama celeste, bastante infantil para su edad. El ciclópeo ayuntamiento, un edificio ancho, pálido y monótono, decoraba penosamente la esquina noreste de la plazoleta principal, una plaza que carecía de juegos para los pequeños hijos del Diablo. Aquella inefable mole de concreto llamó tanto la atención de Alonso que por un instante perdió de vista a sus perseguidos. Así como las maderas de su casa de campo crujían ante cada paso, las distraídas hojas que escapaban de los árboles crujían cuando el muchachito las pisaba con sus zapatos de noche. Recordó, entonces, sus aventuras a la planta baja, sus noches delante del ventanal de la cocina, sus opulentos desayunos a la mesa con su madre y sus dos hermanos, y aquella joven de bonito rostro con quien compartía sus días de escuela. Pestañeó y, sin perder el rastro, continuó con su imprudente persecución. Retomaron por la calle Acuario, paralela a Bandera, recorriendo un par de cuadras, bajo la atenta mirada del Golem azul, estigma indefinible del caos otoñal, y doblaron luego de pasar por una vieja casa de apuestas. Alonso se extrañó por aquel artefacto que organizaba el transito al son de tres colores, y no pudo evitar una mueca de admiración al pasar por la casa de apuestas donde se agolpaba una insólita cantidad de gente. “Dinero”.

Ya en la calle Pino, la pareja se detuvo a los 200 metros, sitial del pecado original y de la aberrante mentira. Alonso se dispuso cerca de aquel umbral pavoroso, protegiéndose con un poste de luz pintado de verde y amarillo de innecesarios riesgos. La distancia que los separaba, claro, y la oscuridad de la calle Pino, hizo que el chico se perdiese detalles. Fue muy afortunado. Las nubes misteriosas de la estación de las lágrimas ocultaron la luna y evitaron que ese astro blancuzco y precioso fuese testigo de un espectáculo vomitivo. No haré mayores comentarios sobre dichos sucesos. Alonso se devanó los sesos intentando descifrar un extraño ritual que llevaron a cabo. “Cobardía”. La quietud fue destruida por un auto que llegó para recoger al desdichado hombre, quien se despidió con temor de su acompañante. Ante la obvia separación, el chico de campo perdió todo interés, aunque seguía deslumbrado por aquella mujer de facciones redondeadas. Una curiosidad aún inexplicable. Era una ilusión, claro.

Cerca estaba el invierno. Lejos su casa, al otro lado del umbral del sueño. Su madre aún no ingresaba en la habitación para despertarlo. Alonso se preguntó cómo regresar a la Plaza Central, o a la estación de trenes en la calle Olimpo. No obstante, hubo algo que interrumpió sus pensamientos, algo que lo dejaría huérfano de sentimientos.

Alonso perdió de vista el coche de andar vertiginoso, y al voltearse al punto donde el vehículo se había detenido antes, reparó en algo absurdo. Allí estaba él; parado con una pala en la mano, con una campera cuya capucha estaba calzada. Allí estaba él, dispuesto a cavar una fosa frente a esa puerta demoníaca. El viento fétido que arrastraba los árboles comenzó a intensificarse; y con ello el murmullo de los vecinos inició. Allí estaba él, sonriente, con la mirada febril y desencajada de los dementes de antaño, de los demonios verdosos. Allí estaba él, con un artefacto en su mano izquierda, presto a realizar el ritual de la última desgracia. Una gigantesca piedra yacía en el suelo con una inscripción que el chico no pudo leer. Allí estaba Navarro, a punto de cavar su propia tumba.

Comenzó con el trabajo cuando el reloj dio las nueve. En ese barrio olvidado no había campanas que sonasen; el Diablo las había robado antes de retirarse de aquel feudo repugnante. No fue tarea complicada remover la tierra; y los yuyos amargos no presentaron un problema para Navarro. Cavaba con furia: era el camino que había elegido. Una decisión que con el tiempo supo ser la correcta, aun incurriendo en una terrible falta, aun sacrificando su cordura. Alonso observaba con atención y preveía un desenlace funesto. Sabía que era un sueño. Algunos vecinos comenzaron a detenerse a la par del chico para ver qué sucedía. “Ya lo hemos visto todo”, pensaban. Pero no estaban preparados para lo que sucedió a continuación. Ya sin su campera, temblando por el frío de su alma, hirviendo por el calor de su corazón, Navarro culminó la tarea. Arrojó la pala sin importar el lugar de aterrizaje, miró el pozo unos instantes, y simplemente se arrojó. “Desgracia”.

Alonso se incorporó enseguida para ayudarlo. No podía concebir una decisión así. Su intentó se evaporó en un santiamén: cuando llegó a la fosa y se asomó para tender su mano, vio algo que cambió su vida, y lo llevó a escaparse de la granja de su familia en el momento en que su madre lo despertó. Se arrojó al piso para observar el interior del pozo y ése fue el final de la visión. Lo que descansaba en esa tumba no se parecía en nada al pobre Navarro. Más bien parecía algo sacado de una película de terror. Allí estaba eso. Un ser verdoso, de baba intergaláctica, cuyo vientre estaba destajado, dejando a la vista sus asquerosos órganos internos. Su cabeza era algo ovalada. Sus inmensos ojos negros, desquiciantes. Se sacudía mientras vomitaba sus propias entrañas entre sangre azulada. Gemía extrañamente y se alcanzaba a discernir una palabra que, de escribirla aquí, sería acusado de genocidio.

El chico de campo abrió los ojos y, envuelto nuevamente en su pijama, pudo verse en su habitación del primer piso, reparando en la presencia de su bella madre, parada al pie de la cama golpeteando como siempre los pies de su hijo. No lo soportó y, con lágrimas en los ojos, se levantó, se calzó y salió corriendo escaleras abajo. Su madre no pudo detenerlo y gritó, desesperada. El mayor de los hijos de la familia abrió la puerta trasera, esa que nunca un loco tocó, abandonó velozmente la casona, la rodeo hacia el establo y comenzó a correr como loco entre los campos de trigo y el reservorio de silos. Atravesó una verja vetusta y tropezó unos metros más adelante. Con las mejillas húmedas, perdió la conciencia.

En la calle Pino, la oscuridad era ahora mucho más densa, y unos espesos nubarrones naranjas cubrían el cielo otoñal del barrio Sevilla, vecindario olvidado por Dios y por el Diablo, morada de las entidades fuera de control y sus títeres de trapo. Alonso buscó la tumba. La encontró; sin embargo, el montículo de tierra que el desdichado hombre había acumulado era ligeramente distinto. Ahora, delante de sus ojos, tenía una montaña de frutas anaranjadas, que despedían un aroma dulzón tan inmundo como una tonelada de basura. “Mandarinas”. Era un sueño, después de todo. Una sombra copiosa, sucia por dentro, pateaba las frutas para tapar el pozo y enterrar vivo a su pobre víctima. No se oían gritos. Navarro (más bien lo que quedaba de él) nunca rogó por su vida. Tal vez su intención era morir así. Los vecinos habían desaparecido: todo estaba casi desierto. El alma de uniforme azul empujaba las mandarinas sobre la tumba, y una vez que todas estuvieron al nivel del suelo, tomó cuidadosamente una lápida y la enterró con desprecio. No se oyeron gritos. Alonso estaba petrificado. Su aventura por la ciudad sin nombre no había concluido como esperaba; las postales se reducían a un cruel asesinato, a un incomprensible suicidio. El fuego de la desilusión lo había consumido todo. Pronto la sombra comenzó a reír desaforada y exageradamente. Su misión había sido consumada: los había separado. El cielo estaba verde.

El crujir de las maderas de la casa, construida por mandato del anciano doctor Hernández, lo despertó. Estaba en el cuarto principal, con su padre de pie y su madre sentada con un paño mojado en las manos. Preocupados, no le pidieron explicaciones, pero Alonso las dio de todas formas. Contó todo. No omitió detalle alguno. Corría la tarde del 3 de junio.

Por la noche, el insomnio volvió a atacar a Alonso. El golpeteó de las copas de los árboles contra su ventana se lo impedían. Tenía además, mucho en qué pensar, mucho que recordar. Pensaba en su vida, simple pero hermosa, junto a sus padres y sus hermanos. Pensaba en la joven de rostro bonito con quien compartía sus días de escuela. Pero no creía estar completo. No conocía la ciudad; solo en pesadillas la había visto. Desvelado, decidió ir a la cocina. Bajó las escalinatas con mucha cautela para no despertar a nadie. Una vez en la planta baja, ya en la cocina, abrió la heladera y tomó una deforme botella de leche. “La historia sin fin”. La bebió toda y luego enjuagó la botella y su boca con agua. Todas las ventanas estaban cerradas, y no podían oírse ni los alaridos de los cuervos. La puerta trasera permanecía inmóvil; ya no había necesidad de escapar. La visión de aquel ser verdoso destajado y el sonido terrible de la risa macabra de la sombra poco lo molestaron, sobre todo luego de esa noche ‘segunda’ noche. Subió a su cuarto, abrió la cama y enterró su rostro en la almohada, sonriendo como un niño. Pero él no era más un niño. Su pijama ya no lo acompañaba; había sido arrojado a la basura.

Finalmente se durmió.

Por la mañana, mientras desayunaba con su madre y sus dos hermanos pequeños, mantuvo un prudencial y enigmático silencio. Sin embargo, la sonrisa lo delataba, motivo por el cual su familia mantenía la calma. Durante la comida recordó el sueño de esa madrugada. El sol brillaba afuera, así como brillaba en ese extraño mediodía en el extraño barrio Sevilla, vecindario olvidado por todos. Alonso se escondía detrás del mismo poste pintado de verde y amarillo; su mirada se mantenía fija en la tumba cubierta de mandarinas y en la lápida con el nombre de aquel desdichado. Era un sueño, pero ahora sí podía leerla. Navarro descansaba allí por decisión propia. Pero el obtuso tiempo comenzaba a palidecer y el poder de los recuerdos del invierno que no fue, llegaban de a poco a su fin. El corazón dentro del alma deshecha volvería pronto a latir. La temperatura era muy alta y el astro diurno brillaba como pocas veces; el cielo era demasiado celeste, algo no estaba bien. La calle Pino era un desierto: todos habían desaparecido. Alonso esperaba que sucediese algo. Se preguntaba qué sería del pobre infeliz enterrado; se preguntaba qué sería del horrendo monstruo verde; se preguntaba qué sería de esa mujer de redondeado rostro. “Infamia”.

De pronto, una sombra, distinta a las demás, bailoteó a gran velocidad sobre el suelo de la calle maldita. El chico alzó la vista y lo comprendió todo. Ella estaba de vuelta, para terminar con el mundo sin deseos. No iba a dejarlo pudrirse allí, donde los sueños inocentes se convierten en pasos de comedia, y donde las sonrisas se convierten en delicadas traiciones. Completamente de negro, más hermosa que nunca, de cabello dorado y rostro aniñado, derritiendo el témpano de desesperanza y soledad, sobrevolaba aquel sitio pavoroso. Pequeña e irresistible como siempre, alzándose sobre la ciudad sin nombre, buscaba una nueva víctima. Alonso la observó y no pudo evitar contagiarse de esa tierna sonrisa llena de perversidad. Fue entonces que un curioso movimiento se dio en la tumba cubierta de mandarinas. “Salvación”. Las frutas comenzaron a agitarse terroríficamente. Aquel ser alado, precioso y celestial no temió ni un instante por la presencia del inconmensurable y copioso sol, descendiendo exactamente donde estaba el chico de campo. El pobre muchacho quedó hipnotizado por aquellos pequeños ojos que brillaban como mil estrellas.

Una mano surgió desde la alfombra anaranjada. Infames dedos, ladrones de alas, corrupción de antaño, lujuria de milenios. El ángel de la muerte le dio la espalda a Alonso y enfiló hacia la tumba de Navarro. Con delicadeza, como cada movimiento nacido de aquella hermosura, se inclinó y corrió algunas mandarinas del lugar. A continuación, tomó la mano del pobre infeliz que se asomaba y tironeó hasta sacarlo. Una vez afuera, arrodillados ambos, el ángel tomó el rostro del desdichado; lo miró fijo y sonrió. Navarro hizo lo mismo. Una mueca irrepetible en el medio del caos. Alonso era mudo testigo de ese épico pero habitual espectáculo. Ambos se levantaron; el hombre tomó la diminuta y suave mano izquierda de su bella y radiante víctima, acarició con su dedo índice el revés de ésta y la besó en el mismo lugar, mientras ella reía, mirando hacia otro lado. El calor insoportable. El aroma inolvidable. El sabor dulzón de las mandarinas que lo cubrieron durante tanto tiempo había desaparecido y ahora nada quedaba. Esa fue la última imagen que el chico de campo tuvo del vecindario que Dios y el Diablo olvidaron, el barrio que el ángel nunca olvidó, donde una tumba de frutas anaranjadas se mantiene abierta y vacía. Alonso nunca volvió a soñar con ese lugar de perdición y alienación inmunda. Lo despertó su madre, golpeteando sus pies, como siempre.

La postal que Alonso siempre recordó; aun cuando abandonó la casa de sus padres – aquella granja construida por el excéntrico doctor Hernández, quien falleció en ominosas circunstancias tras mantener, a sus 85 años, relaciones sexuales con un par de mujerzuelas – para casarse con el único amor de su vida; aun cuando se mudó a la ciudad para afrontar su primer empleo formal; aún cuando logró desterrar sus hábitos nocturnos de insomnio; fue la de ese ser de infinita y violenta perfección, el ángel que, sin vacilar ni un instante, no temió actuar bajo el copioso y ancho sol, salvando al detestable e imperfecto Navarro, quien descansaba desde esa inolvidable noche de otoño en una fosa que él mismo había cavado, a la que se había arrojado sin más, una tumba, un abismo de mandarinas, materialización mugrienta y mohosa del caos trepidante de la última desgracia.

Claro, todo aquello no era más que un desvarío onírico. Mientras Alonso soñaba y soñaba, Navarro aguardaba pacientemente, en su isla de paredes blancas, el mensaje que cambiaría su pálida existencia para siempre.

Written and Posted by Cesar de la Luz
Dedicated to Luciano ‘Lulo’ Barreda