Era exactamente así. El fracaso, la derrota y
la frustración teñían todo su ser,
como si lo hubieran sacado de una solución de
tinta azul claro tras haberlo dejado un día
entero en remojo. Un hombre al que uno le
daban ganas de meterlo en una caja de cristal y
dejarlo expuesto en el laboratorio de química
de un colegio con una etiqueta que rezase:
«HOMBRE AL QUE, HAGA LO QUE HAGA, TODO LE
SALE MAL».
Haruki Murakami [Dansu, dansu, dansu]
El hombre no tiene enemigo peor que él mismo.
Cicerón
I. El tiempo como refugio
Aquella mugrienta cafetería
del barrio Imola - feudo de
terroríficas bestias y de eternas noches líquidas - solía ser el último refugio ante el fracaso, la frontera sin ley
de la desesperación; su forma fue testigo
de la agonía de muchos, pero han sido tantos que ni siquiera es posible
aseverar que no haya sido testigo de la agonía de todos. En sus pequeñas mesas
de madera fueron concebidas ominosas historias, producto de mentes perturbadas,
corrompidas en el origen, finalmente invadidas por la ciencia de lo absurdo,
por lo absurdo de la ciencia. Este brevísimo relato - que encaja en la
descripción anterior, para qué engañarse - bien podría haber tomado forma allí, a la par del célebre sonido
de una antiquísima máquina de café, glorificada por el triste aroma a primavera
de junio. Sus paredes, ridículamente decoradas con cuadros y vinilos, pequeñas
almas de los gigantes del folklore local, hacían las veces de inmensas
trincheras, barrera contra el caos de la guerra interior.
El dueño de este circo
indómito era un hombre calvo, muy alto, de inteligentes ojos negros, quien por
las mañanas se colocaba un delantal negro y atendía, con inusual desparpajo, a
los clientes. Su único empleado ingresaba alrededor de las doce del mediodía;
era un inquieto tipejo de pelo largo, obeso y mal oliente (una aberración), que
disfrutaba comer los granos de café de la máquina (otra aberración). Entre los
habitúes del lugar se decía que lo habían contratado por lástima (anteriormente
se dedicaba a limpiar las calles, bajo las órdenes de una comisión vecinal de
dudosa constitución; trabajo por el que recibía apenas unas putas monedas),
pero el contraste a simple vista entre empleador y empleado omitía el rasgo
insólito que compartían: ambos eran sordos y mudos.
Ubicada en una esquina
cualquiera de la ciudad sin nombre,
la cafetería siempre había gozado de buena reputación, sobre todo porque la
decoración del lugar encontraba su complemento perfecto en la matemática
perfecta de la música. Sin embargo, no dejaba mucho dinero últimamente. Aquí me
detendré en el cambio que operó en las almas de Imola una inolvidable madrugada fatal de febrero. Aquellos crímenes
le quitaron todo el encanto al barrio de calles de adoquines, abandonado por su
propia gente, por las autoridades y, en última instancia, por las fuerzas de
seguridad. Imola dejó de ser noticia
por su belleza y por los acontecimientos culturales que maravillaron a toda la
ciudad desde el inicio de los tiempos; dejó de ser una atracción turística y
gen de la frivolidad anhelante. Tomó la forma
de una tierra arrasada, de un desierto inconmensurable. En ese patético
escenario, los comercios empezaron a agonizar, y varios optaron por bajar sus
persianas. Quienes se mantuvieron firmes, sabían que no durarían. El dueño de
la cafetería lo sabía.
En libertad, el tiempo toma
la forma del caos y de la pena
infinita; es incapaz de asimilar la comodidad, la burda hermandad con la
derrota. Cae, entonces, la venganza sobre los complacientes; acaba el estadío
de inacción y comienza a alimentarse de lo inenarrable para encerrarnos en su
prisión de cristal. Con timidez, el hombre acaba otorgándole un rostro al
tiempo, lo imagina cerca, lo hace descender (ascender) a su nivel, para perder
el miedo y mantenerse sano. Con ciertas reservas, esto puede resultar
beneficioso, incluso placentero. Pero a veces las formas son brutales.
El joven Carazc, en una
pasmosa situación de aburrimiento, miró por la ventana que daba hacia la calle:
la vista no tenía el menor atractivo, tan solo unos cuantos autos locos, una
construcción medio abandonada y una iglesia derruida en la esquina opuesta.
Claro que, para muchos, lo único importante en una cafetería acaba siendo el
sabor de su café. Al pobre muchacho le bastaba con no tener delante una taza de
agua sucia. Luego tomó una servilleta de papel y comenzó a jugar con ella, sin
mayor intención que burlarse del tiempo. Mientras divagaba, no dejaba de pensar
en que aquella cita había sido un error. Amaba a su hermana. Pero como no
quería compartirla - puede aquí el lector imaginar miles de cosas y,
lamentablemente, siempre tendrá razón -, Carazc terminó odiando todo lo que
compitiese con el accidente de su amor. La brava tormenta del existencialismo
caía sobre su cabeza. Se dio cuenta que quería escapar, estar del otro lado de la Puerta , así que emprendió
la estoica retirada. Pagó la cuenta (apenas le alcanzaba) y procedió a escribir
un mensaje en la servilleta.
La hermosa Barazc se había
retirado al baño para pensarlo mejor. Amaba a su hermano, pero pensaba que era
un completo infeliz, que no valía la pena detenerse en sus nimiedades. Acaso
debería preocuparse más por su matrimonio, al borde del colapso por el carácter
flamígero de su pareja (y, no lo aceptaría nunca pero, también el de ella). El
baño era muy pequeño y mucho más sucio de lo que cualquiera imaginaría para sus
proporciones. Mecánicamente se lavó las manos, tomó un pedazo de papel
higiénico y se secó hasta rasparse las manos. Juntó un poco de coraje, se
acomodó el cabello y salió al encuentro de Carazc, dispuesta a decirle que no
quería volver a saber nada ni de él ni de sus malditos problemas.
II. El tiempo como violencia aberrante
Regresó Barazc a la mesa
donde lo esperaba su hermano. No reparó en lo sencillo que fue su camino, como
si no hubiese otras mesas para esquivar. No reparó en el brillo distante del
ancho sol que estallaba en la cafetería, como si no hubiesen paredes o éstas
fuesen transparentes. No reparó en el hombre que estaba sentado en el lugar de
Carazc, ni en que era ésta la única persona en todo el local. Cuando la
muchacha tomó asiento y prestó atención a los detalles, emitió un grito de
sorpresa: frente a ella había un sujeto de unos cincuenta, quien era, obviando
el color de cabello, las arrugas, y unas ropas bastante raras, idéntico a su
hermano. Era un Carazc «de cincuenta», por así decirlo. Muy previsible, verdad? Siempre
suceden esas cosas. El lector podrá adivinar también que el Carazc «de cincuenta» estaba ciego.
Aparentemente, a la joven le sucedía lo mismo pues muy tarde se dio cuenta que
estaba en una especie de caja de vidrio, suspendida en el cielo de la ciudad sin nombre, decorada solo con una
mesa y un par de sillas del mismo material. Previsible, sin dudas. Tanto como
la desesperación de Barazc por salir de allí. Comenzó a golpear las paredes de
aquella cafetería tan particular, sin éxito. Mientras tanto, su hermano (ahora
mayor) parecía muy tranquilo y hablaba sobre un loco vestido de negro y una
escultura que habían salido en las noticias.
Rendida ante el poder de lo
demencial, la muchacha se derrumbó en el piso de la prisión de cristal.
Mientras una nube rebelde tapaba al ancho sol, y se mezclaba una paleta de
grises en el lienzo celeste, tomó forma
un sujeto al que los hermanos hubiesen preferido no conocer: el falso Mesías,
el soberano de una tierra desconocida, el Arconte. Aquella forma del tiempo era tan inofensiva como devastadora: un tipo de
rostro femenino, de cabello grisáceo y corto, cubierto por una extravagante
túnica, del mismo color.
Las grandiosas vías de la
comunicación humana se redujeron al triste sonido de los pasos del Arconte. De
su hermosa túnica sacó un inmenso libraco verde de tapa dura (que debía pesar
unos siete u ocho kilos), lo abrió y comenzó a leer. Su voz era tan aterradora
como su silencio: violenta y llena de interrogantes. Al principio, parecía
estar recitando un poema épico (a la vez, el Carazc «de cincuenta» seguía contando sobre un
asesinato que había salido en las noticias). Para la muchacha, la parte más
difícil era creer en todo lo que estaba sucediendo, no tanto hallar una
explicación a lo absurdo. El Arconte se detuvo y esperó, impertérrito, a que el
viejo se callara. Sin perder la calma, el soberano sacudió su brazo y golpeo al
Carazc «de cincuenta» en el rostro. El golpe fue feroz y dejó al viejo tendido
en el suelo, aparentemente inconciente.
Continuó leyendo el libro «por siempre verde», ahora en un perfecto
castellano: "Allí, en las afueras de
la celebérrima ciudad roja, donde el tiempo del universo toma la forma de
nuestro tiempo, la prisión de cristal se alzará sobre la luna y dará la
bienvenida a las almas viejas de los desgraciados".
III. El tiempo como luz distante de un cielo distante
No existía una explicación
sensata para el abismal relato del Arconte, quien continuó describiendo ese remoto
feudo, ajeno al hombre, ante una asustada Barazc. Prosiguió: "El juez eterno y soberano de esta
tierra, el Arconte Preto-sal, salvará a uno y solo a uno de los caídos; éste
deberá trascender al umbral de la imaginación y derribar con su dolor las
columnas infinitas del templo. Quienes no reciban la gracia del Arconte,
permanecerán en la prisión de cristal, receptando el odio de su propia
existencia hasta el fin de todo. Este tomo antecede al tomo «de las Eras», que
descansa en la ominosa Sevilla, en la tumba de…"
Súbitamente, la prisión de
cristal comenzó a temblar y a quebrarse. El Arconte perdió el equilibrio y dejó
caer el libro, perplejo ante los hechos; Barazc, vencida por la desesperación,
se aferró a la mesa. Ambos repararon en el viejo, que seguía tendido en el
suelo, y sostenía ahora una servilleta de papel con una mano y un bolígrafo con
la otra: el Carazc «de cincuenta» estaba borrando el mensaje del joven Carazc. La prisión
perdió su forma, se rompió, y los
tres comenzaron a caer desde una descomunal altura. Mientras le llegaba su
hora, la muchacha pudo apreciar el cielo, siempre tan detestable, y a su astro
más gordo, que brillaba como una luz distante. Barazc cerró sus ojos, pensó en
su hermano, quien la había librado del juez eterno pero la había condenado, y
al abrirlos, ya no se sintió caer. El umbral de su imaginación volvió a tomar
la forma de la cafetería, y allí
estaba el joven Carazc, radiante, esperándola con un café recién pedido. El
dueño del local sonreía, cómplice, a sabiendas que pronto no habría más
historias en aquella horrenda cafetería del barrio Imola.
Con este relato no busco la
atención de los supersticiosos, quienes caminan con orgullo por la vida,
cargando su pesado desconocimiento de los axiomas de la sensatez. Mucho menos
busco conmover al lector escéptico, bien pensante y reflexivo, quien bajo
ningún concepto permitirá asombrarse; apenas encontrará todo muy gracioso y
podría utilizarlo como evidencia para enviarme a un asilo menta (o me comprará
un gatito). Yo mismo he tenido la posibilidad de experimentar aquel sentimiento
de superioridad intelectual, y mantenerme ajeno a la locura demencial, hasta
que por azar (quisiera creer) tropecé con los protagonistas en cuestión en la siniestra
esquina. Me permitieron - con sus debidas reservas - ojear el inmenso tomo
verde de tapa dura que el soberano de una tierra desconocida perdió en este
tiempo, cuyo contenido pido a dios (si existe), permanezca oculto en la oscuridad
más profunda, para evitar que tome la forma
más brutal de todas.
Autor: Cesar de la
Luz