Con el paso del tiempo, conforme iba
alejándome de aquel pequeño mundo,
dudaba sobre si los sucesos de aquella
noche habían sido reales. Si pensaba que habían
ocurrido de verdad, me parecía que
habían ocurrido de verdad; pero si pensaba
que eran una fantasía, entonces me
parecía que habían sido una fantasía. Para ser una
ilusión, los detalles eran demasiado precisos; para ser reales, éstos eran demasiado hermosos.
ilusión, los detalles eran demasiado precisos; para ser reales, éstos eran demasiado hermosos.
El cuerpo de Naoko y la luz de la luna.
Haruki
Murakami [Tokyo
Blues – Norwegian Wood]
La tumba que te parió – Offtopic
Postales de un barrio olvidado por todos. Un pequeño
jugueteando con su padre como si el tiempo no fuese más que un obtuso
impedimento para el goce. Un lánguido anciano arrastrándose por la vereda, utilizando
un bastón para suplir las facultades que ese obtuso tiempo le arrebatara. Una odiosa
pareja de jovencitos, de la mano, observando el cielo misterioso de nubes
mentirosas, sonriendo ante el venturoso porvenir, sin comprender el carácter
efímero y falso de la felicidad. “Estupidez”. Un pozo interminable en el suelo;
un desagradable montículo de tierra húmeda. Y un muchacho triste que no puede
evitar el fin de su existencia, al servicio de aquella desgracia que agrede a
todo el que permite su entrada. Un puerto desolado de ominosos bodegones, donde
descansan las inescrupulosas entidades fuera de control. Allí la devastación
amorfa rinde tributo a los infames demonios verdes, y a su líder inexpugnable:
el Diablo de papel celofán. Postales de un rincón de la ciudad sin nombre olvidado
por todos.
El joven Alonso descansaba en su habitación del primer piso.
Aquella antigua casa en el medio de la nada era refugio y, al mismo tiempo, la
cárcel más espantosa que un ser pensante podía tener. Los alaridos de los pajarracos
impedían que conciliara el sueño. Claro, en la granja que su padre y su madre
mantenían con denostados esfuerzos no había mucho que se pudiese hacer. Podía
dormir; o podía suicidarse. La muerte no es únicamente solución; también es
salvación. El viento fétido balanceaba las copas de los árboles y las hacía
chocar contra las paredes exteriores de la casona, construida allá por fines
del siglo XIX bajo el expreso mandato del recordado doctor Hernández, quien
falleció en circunstancias que preferiría no relatar, sobre todo por compasión
a las inocentes almas que aún forman parte de este corrupto planeta lleno de
agua. “Lujuria”. En el cuarto contiguo, la materialización de aquella
inocencia: sus dos hermanos menores, y del otro lado, sus progenitores.
Tras unos segundos de indecisión, se levantó; había perdido
hacía muchos años ya el miedo aún impreso en el cuerpo de los pequeños: el
terror al silencioso e interminable vacío de la casona de crujientes maderas,
cercada por los campos de trigo de la familia y un muro de negruzcos árboles. La
imperante soledad de la granja provocaba, incluso en las vacas, melancólicas
creaciones de vaya a saber quién, irrefrenables deseos decadentes. Un final
varias veces anunciado, nunca concretado. Alonso abandonó su cuarto, en el
primer piso, y enfiló hacia las escaleras, con rumbo desconocido; lo hizo
despacio para no despertar a sus atareados padres y a sus rebeldes hermanos.
Apareció ante sus ojos, ya en la planta baja, la cocina – quizá lo más grande e
interesante de la apática propiedad de incomprensible estilo – sin poder evitar
el refrigerador, donde una deforme pero brillante botella de leche aguardaba
con paciencia. Cada paso estaba seguido de un crujido, típico pero igualmente detestable.
Cada crujido estaba seguido de un paso, vacilante pero inevitable. Mientras
bebía, el hijo mayor del matrimonio observaba con delirante atención la puerta
trasera de la casa, de robusta madera y amarga tonalidad; esperaba la visita de
algún loco, supongo. Pero no era esa gente, el tipo de gente que recibía
visitas inesperadas: todo estaba diagramado; todo era predecible, hasta el
fastidio.
Enjuagó su boca y la botella de leche; la apoyó sobre la
mesada y comenzó el arduo camino hacia el piso superior. El molesto ruido de las
escaleras continuaba. Alonso joven pareció oír unos pasos en el cobertizo; no
pudo evitar detener su marcha y observar hacia arriba y hacia abajo; lo mismo
hizo cuando llegó a la puerta del baño, mirando hacia izquierda y derecha. Luego,
como si nada, continuó la travesía hasta el cuarto que el destino (su padre) le
había asignado. Tenía dos opciones: dormir o suicidarse. La muerte también es
redención. Así fue que volvió a tenderse en la cama, observando insistentemente
la ventana cuya persiana permanecía cerrada e intentó, a pesar del golpeteo de
los árboles contra la casona, a pesar del inenarrable aburrimiento que padecía,
a pesar del crujido de las paredes, conciliar el maldito sueño. Observado por un
peluche blanco, el único en su cuarto de adolescente, acomodó su brazo
izquierdo bajo la almohada y trató, en vano, de despojarse del mundo tan simple
que lo rodeaba. Imaginó la vida en la ciudad. Imaginó algo que no debía
imaginar. “Locura”.
Aquel jovencito sentía por esa casa un profundo rencor: la
consideraba su refugio, pero también una cárcel para su alma. No imaginó que
pronto, esa construcción algo pedestre, levantada por expreso mandato del viejo
Hernández, un doctor cuya muerte continúa siendo inenarrable, también se
convertiría en su tumba. Aunque claro, esa granja, a pesar de sus obvias
malignidades, no tenía ni tendrá nunca punto de comparación con el inmundo barrio
donde habita el caos reptante, donde un desprolijo idiota de aspecto lamentable
cavó su propia fosa, a la cual se arrojó, para horror de los vecinos, para
deleite de las entidades fuera de control. Estoy hablando del barrio Sevilla,
por supuesto.
El hijo mayor del matrimonio Alonso imaginó algo que no
debía imaginar; vio algo que no debía ver. Lo vio arrojarse al pozo toscamente
cavado. Vio esa trémula y desencajada sonrisa al momento de lanzarse hacia el fastuoso
abismo de alienación, presa de una sombra de ojos incoloros. Aquel chico de
campo fue testigo privilegiado del comportamiento errático del hombre cuando
cae en las garras de ‘eso que no se puede nombrar’. La inescrutable visión de
su ventana, cuya persiana estaba cerrada, fue devorada por un inverosímil bombardeo
de imágenes: un puerto mugriento, una esquina maltrecha, un puente endemoniado,
una guarida desesperanzadora, el Golem azul, la plazoleta interminable, y los
negruzcos árboles escupiendo miles de hojas en pleno otoño, la estación de las
lágrimas. De pie, a pocos metros de una terminal de tren tan antigua como la
lujuriosa maldad, el chico de campo notó como la luna se escondía, temerosa
vaya uno a saber de qué.
Impresionaba la forma en que los habitantes de aquel
infierno de pan rallado escapaban raudamente hacia sus moradas, bajas casas y
agrios departamentos que nunca terminaron de encajar en ese universo paralelo
tan patético y hediondo. Hordas de personas de borroneados contornos, al trote,
en busca del calor absurdo de sus familias. “Ignorancia”. Y entre ellos, la
desgracia hecha persona: un hombre sin rumbo, sin vida. Claro, el chico de
campo, nunca reparó del todo en este sujeto; llamó su atención la persona que
acompañaba al desprolijo infeliz. Vencido por el encanto de algo que nunca
existió, vencido por la curiosidad, decidió seguirlos. Era solo un sueño. Nada
malo podía suceder. Con dificultad esquivó la infinidad de transeúntes que se
agolpaba en las calles derruidas del barrio Sevilla, rincón de la ciudad sin
nombre olvidado por Dios y por el Diablo; vestía aún su pijama celeste:
tiritaba ante el peligroso viento, casi invernal. De no haber sido un
vecindario enceguecido por la estupidez, se habrían percatado del aspecto de
Alonso y habrían evitado el próximo desenlace. El indefenso jovencito no temía
perderse en ese lugar de perdición y pecado; parecía discernir que en un sueño
estaba y que, de un momento a otro, sería su madre quien lo rescatase. La
pareja perseguida abandonó hábilmente la calle Olimpo, doblando en la primera
esquina perpendicular a la estación de tren. Se encontraron con el pasaje
principal del barrio, la calle Bandera, y enfilaron por allí hasta la Plaza Central. Dicho
pasaje estaba invadido de negocios horrendos y de la más baja calaña, atendidos
por gente que no daba muestras de pertenecer a este mundo; ni siquiera podían
adivinarse los nombres de la calles pues los carteles azules eran ilegibles;
quizá utilizando alguna artimaña, el Diablo había borrado todo rastro de
humanidad en los rostros, sobre todo en el rostro de aquella noche borrascosa
que quedaría impresa en la memoria de los vivos y de los muertos. “Destino”. Los
habitantes de ese infierno de helado de vainilla danzaban sobre cucuruchos de
asfalto, mientras el cielo se teñía de un color indefinible. Una mujer de unos
cuarenta luchaba denodadamente contra sus cinco hijos: de aquí para allá, los
infantes molestaban a los peatones, desquiciaban a su madre, y provocaban al
Diablo, que vela y espera pacientemente para descuartizar y devorar las
inocentes almas repletas de malignidad. Las luces de los negocios humildes y
tristones lograban iluminar lo que la luna no podía; una luna que se escondía
detrás de una densa y perversa humareda otoñal. El chico de campo observaba
boquiabierto el espectáculo de la ciudad, asombrado por la magnificencia
(ficticia) del lugar, un lugar que conocía por primera vez, aunque de un sueño
se tratase.
Alonso notó como uno de sus perseguidos (el hombre)
gesticulaba nerviosamente, mientras su acompañante agitaba las aguas de la
desesperación, preparando el terreno para el ataque final de una sombra ominosa.
El jovencito los siguió hasta la Plaza Central , donde comenzó a dudar de la
veracidad de la situación: no era probable que alguien lo despertara pues se
sentía cada vez más involucrado en la fantasía, casi percibiendo los
movimientos y sentimientos de los dos zánganos a quienes seguía. Su conciencia
maltrecha se estaba fundiendo con el sueño, borrando su existencia, allí, en la
casona crujiente construida por el malogrado doctor Hernández, cuya muerte fue
tan insólita como grotesca.
A diferencia de ese curioso par, Alonso decidió atravesar la
plazoleta bordeándola y evitar el camino del centro. La esquelética arboleda
casi artificial, muerta por efecto del otoño, de un tono marrón demasiado feo,
dejaba entrever algunos rayos provenientes de los focos de luz que alumbraban
tenuemente la serpenteante vía que algunas parejas podían considerar romántica,
pero que de romántica no tenía absolutamente nada. Un par de malvivientes observaron
a la pareja con obvias intenciones pero no parecieron reparar en el jovencito
que vestía un pijama celeste, bastante infantil para su edad. El ciclópeo
ayuntamiento, un edificio ancho, pálido y monótono, decoraba penosamente la
esquina noreste de la plazoleta principal, una plaza que carecía de juegos para
los pequeños hijos del Diablo. Aquella inefable mole de concreto llamó tanto la
atención de Alonso que por un instante perdió de vista a sus perseguidos. Así
como las maderas de su casa de campo crujían ante cada paso, las distraídas
hojas que escapaban de los árboles crujían cuando el muchachito las pisaba con
sus zapatos de noche. Recordó, entonces, sus aventuras a la planta baja, sus
noches delante del ventanal de la cocina, sus opulentos desayunos a la mesa con
su madre y sus dos hermanos, y aquella joven de bonito rostro con quien
compartía sus días de escuela. Pestañeó y, sin perder el rastro, continuó con su
imprudente persecución. Retomaron por la calle Acuario, paralela a Bandera, recorriendo
un par de cuadras, bajo la atenta mirada del Golem azul, estigma indefinible
del caos otoñal, y doblaron luego de pasar por una vieja casa de apuestas. Alonso
se extrañó por aquel artefacto que organizaba el transito al son de tres
colores, y no pudo evitar una mueca de admiración al pasar por la casa de
apuestas donde se agolpaba una insólita cantidad de gente. “Dinero”.
Ya en la calle Pino, la pareja se detuvo a los 200 metros , sitial del
pecado original y de la aberrante mentira. Alonso se dispuso cerca de aquel
umbral pavoroso, protegiéndose con un poste de luz pintado de verde y amarillo
de innecesarios riesgos. La distancia que los separaba, claro, y la oscuridad
de la calle Pino, hizo que el chico se perdiese detalles. Fue muy afortunado. Las
nubes misteriosas de la estación de las lágrimas ocultaron la luna y evitaron
que ese astro blancuzco y precioso fuese testigo de un espectáculo vomitivo. No
haré mayores comentarios sobre dichos sucesos. Alonso se devanó los sesos
intentando descifrar un extraño ritual que llevaron a cabo. “Cobardía”. La
quietud fue destruida por un auto que llegó para recoger al desdichado hombre,
quien se despidió con temor de su acompañante. Ante la obvia separación, el
chico de campo perdió todo interés, aunque seguía deslumbrado por aquella mujer
de facciones redondeadas. Una curiosidad aún inexplicable. Era una ilusión,
claro.
Cerca estaba el invierno. Lejos su casa, al otro lado del
umbral del sueño. Su madre aún no ingresaba en la habitación para despertarlo.
Alonso se preguntó cómo regresar a la Plaza Central , o a la estación de trenes en la
calle Olimpo. No obstante, hubo algo que interrumpió sus pensamientos, algo que
lo dejaría huérfano de sentimientos.
Alonso perdió de vista el coche de andar vertiginoso, y al
voltearse al punto donde el vehículo se había detenido antes, reparó en algo absurdo.
Allí estaba él; parado con una pala en la mano, con una campera cuya capucha
estaba calzada. Allí estaba él, dispuesto a cavar una fosa frente a esa puerta demoníaca.
El viento fétido que arrastraba los árboles comenzó a intensificarse; y con
ello el murmullo de los vecinos inició. Allí estaba él, sonriente, con la
mirada febril y desencajada de los dementes de antaño, de los demonios verdosos.
Allí estaba él, con un artefacto en su mano izquierda, presto a realizar el
ritual de la última desgracia. Una gigantesca piedra yacía en el suelo con una
inscripción que el chico no pudo leer. Allí estaba Navarro, a punto de cavar su
propia tumba.
Comenzó con el trabajo cuando el reloj dio las nueve. En ese
barrio olvidado no había campanas que sonasen; el Diablo las había robado antes
de retirarse de aquel feudo repugnante. No fue tarea complicada remover la
tierra; y los yuyos amargos no presentaron un problema para Navarro. Cavaba con
furia: era el camino que había elegido. Una decisión que con el tiempo supo ser
la correcta, aun incurriendo en una terrible falta, aun sacrificando su
cordura. Alonso observaba con atención y preveía un desenlace funesto. Sabía
que era un sueño. Algunos vecinos comenzaron a detenerse a la par del chico
para ver qué sucedía. “Ya lo hemos visto todo”, pensaban. Pero no estaban
preparados para lo que sucedió a continuación. Ya sin su campera, temblando por
el frío de su alma, hirviendo por el calor de su corazón, Navarro culminó la
tarea. Arrojó la pala sin importar el lugar de aterrizaje, miró el pozo unos
instantes, y simplemente se arrojó. “Desgracia”.
Alonso se incorporó enseguida para ayudarlo. No podía
concebir una decisión así. Su intentó se evaporó en un santiamén: cuando llegó
a la fosa y se asomó para tender su mano, vio algo que cambió su vida, y lo
llevó a escaparse de la granja de su familia en el momento en que su madre lo
despertó. Se arrojó al piso para observar el interior del pozo y ése fue el
final de la visión. Lo que descansaba en esa tumba no se parecía en nada al pobre
Navarro. Más bien parecía algo sacado de una película de terror. Allí estaba
eso. Un ser verdoso, de baba intergaláctica, cuyo vientre estaba destajado,
dejando a la vista sus asquerosos órganos internos. Su cabeza era algo ovalada.
Sus inmensos ojos negros, desquiciantes. Se sacudía mientras vomitaba sus
propias entrañas entre sangre azulada. Gemía extrañamente y se alcanzaba a
discernir una palabra que, de escribirla aquí, sería acusado de genocidio.
El chico de campo abrió los ojos y, envuelto nuevamente en
su pijama, pudo verse en su habitación del primer piso, reparando en la
presencia de su bella madre, parada al pie de la cama golpeteando como siempre
los pies de su hijo. No lo soportó y, con lágrimas en los ojos, se levantó, se
calzó y salió corriendo escaleras abajo. Su madre no pudo detenerlo y gritó, desesperada.
El mayor de los hijos de la familia abrió la puerta trasera, esa que nunca un
loco tocó, abandonó velozmente la casona, la rodeo hacia el establo y comenzó a
correr como loco entre los campos de trigo y el reservorio de silos. Atravesó
una verja vetusta y tropezó unos metros más adelante. Con las mejillas húmedas,
perdió la conciencia.
En la calle Pino, la oscuridad era ahora mucho más densa, y
unos espesos nubarrones naranjas cubrían el cielo otoñal del barrio Sevilla,
vecindario olvidado por Dios y por el Diablo, morada de las entidades fuera de
control y sus títeres de trapo. Alonso buscó la tumba. La encontró; sin
embargo, el montículo de tierra que el desdichado hombre había acumulado era
ligeramente distinto. Ahora, delante de sus ojos, tenía una montaña de frutas
anaranjadas, que despedían un aroma dulzón tan inmundo como una tonelada de
basura. “Mandarinas”. Era un sueño, después de todo. Una sombra copiosa, sucia
por dentro, pateaba las frutas para tapar el pozo y enterrar vivo a su pobre
víctima. No se oían gritos. Navarro (más bien lo que quedaba de él) nunca rogó
por su vida. Tal vez su intención era morir así. Los vecinos habían
desaparecido: todo estaba casi desierto. El alma de uniforme azul empujaba las
mandarinas sobre la tumba, y una vez que todas estuvieron al nivel del suelo,
tomó cuidadosamente una lápida y la enterró con desprecio. No se oyeron gritos.
Alonso estaba petrificado. Su aventura por la ciudad sin nombre no había
concluido como esperaba; las postales se reducían a un cruel asesinato, a un
incomprensible suicidio. El fuego de la desilusión lo había consumido todo.
Pronto la sombra comenzó a reír desaforada y exageradamente. Su misión había
sido consumada: los había separado. El cielo estaba verde.
El crujir de las maderas de la casa, construida por mandato
del anciano doctor Hernández, lo despertó. Estaba en el cuarto principal, con
su padre de pie y su madre sentada con un paño mojado en las manos.
Preocupados, no le pidieron explicaciones, pero Alonso las dio de todas formas.
Contó todo. No omitió detalle alguno. Corría la tarde del 3 de junio.
Por la noche, el insomnio volvió a atacar a Alonso. El
golpeteó de las copas de los árboles contra su ventana se lo impedían. Tenía
además, mucho en qué pensar, mucho que recordar. Pensaba en su vida, simple
pero hermosa, junto a sus padres y sus hermanos. Pensaba en la joven de rostro
bonito con quien compartía sus días de escuela. Pero no creía estar completo.
No conocía la ciudad; solo en pesadillas la había visto. Desvelado, decidió ir
a la cocina. Bajó las escalinatas con mucha cautela para no despertar a nadie.
Una vez en la planta baja, ya en la cocina, abrió la heladera y tomó una deforme
botella de leche. “La historia sin fin”. La bebió toda y luego enjuagó la
botella y su boca con agua. Todas las ventanas estaban cerradas, y no podían oírse
ni los alaridos de los cuervos. La puerta trasera permanecía inmóvil; ya no
había necesidad de escapar. La visión de aquel ser verdoso destajado y el sonido
terrible de la risa macabra de la sombra poco lo molestaron, sobre todo luego
de esa noche ‘segunda’ noche. Subió a su cuarto, abrió la cama y enterró su
rostro en la almohada, sonriendo como un niño. Pero él no era más un niño. Su
pijama ya no lo acompañaba; había sido arrojado a la basura.
Finalmente se durmió.
Por la mañana, mientras desayunaba con su madre y sus dos
hermanos pequeños, mantuvo un prudencial y enigmático silencio. Sin embargo, la
sonrisa lo delataba, motivo por el cual su familia mantenía la calma. Durante
la comida recordó el sueño de esa madrugada. El sol brillaba afuera, así como
brillaba en ese extraño mediodía en el extraño barrio Sevilla, vecindario olvidado
por todos. Alonso se escondía detrás del mismo poste pintado de verde y
amarillo; su mirada se mantenía fija en la tumba cubierta de mandarinas y en la
lápida con el nombre de aquel desdichado. Era un sueño, pero ahora sí podía
leerla. Navarro descansaba allí por decisión propia. Pero el obtuso tiempo
comenzaba a palidecer y el poder de los recuerdos del invierno que no fue,
llegaban de a poco a su fin. El corazón dentro del alma deshecha volvería
pronto a latir. La temperatura era muy alta y el astro diurno brillaba como
pocas veces; el cielo era demasiado celeste, algo no estaba bien. La calle Pino
era un desierto: todos habían desaparecido. Alonso esperaba que sucediese algo.
Se preguntaba qué sería del pobre infeliz enterrado; se preguntaba qué sería
del horrendo monstruo verde; se preguntaba qué sería de esa mujer de redondeado
rostro. “Infamia”.
De pronto, una sombra, distinta a las demás, bailoteó a gran
velocidad sobre el suelo de la calle maldita. El chico alzó la vista y lo
comprendió todo. Ella estaba de vuelta, para terminar con el mundo sin deseos.
No iba a dejarlo pudrirse allí, donde los sueños inocentes se convierten en
pasos de comedia, y donde las sonrisas se convierten en delicadas traiciones.
Completamente de negro, más hermosa que nunca, de cabello dorado y rostro
aniñado, derritiendo el témpano de desesperanza y soledad, sobrevolaba aquel
sitio pavoroso. Pequeña e irresistible como siempre, alzándose sobre la ciudad
sin nombre, buscaba una nueva víctima. Alonso la observó y no pudo evitar
contagiarse de esa tierna sonrisa llena de perversidad. Fue entonces que un
curioso movimiento se dio en la tumba cubierta de mandarinas. “Salvación”. Las
frutas comenzaron a agitarse terroríficamente. Aquel ser alado, precioso y
celestial no temió ni un instante por la presencia del inconmensurable y
copioso sol, descendiendo exactamente donde estaba el chico de campo. El pobre
muchacho quedó hipnotizado por aquellos pequeños ojos que brillaban como mil
estrellas.
Una mano surgió desde la alfombra anaranjada. Infames dedos,
ladrones de alas, corrupción de antaño, lujuria de milenios. El ángel de la
muerte le dio la espalda a Alonso y enfiló hacia la tumba de Navarro. Con
delicadeza, como cada movimiento nacido de aquella hermosura, se inclinó y
corrió algunas mandarinas del lugar. A continuación, tomó la mano del pobre
infeliz que se asomaba y tironeó hasta sacarlo. Una vez afuera, arrodillados
ambos, el ángel tomó el rostro del desdichado; lo miró fijo y sonrió. Navarro
hizo lo mismo. Una mueca irrepetible en el medio del caos. Alonso era mudo
testigo de ese épico pero habitual espectáculo. Ambos se levantaron; el hombre
tomó la diminuta y suave mano izquierda de su bella y radiante víctima,
acarició con su dedo índice el revés de ésta y la besó en el mismo lugar,
mientras ella reía, mirando hacia otro lado. El calor insoportable. El aroma
inolvidable. El sabor dulzón de las mandarinas que lo cubrieron durante tanto
tiempo había desaparecido y ahora nada quedaba. Esa fue la última imagen que el
chico de campo tuvo del vecindario que Dios y el Diablo olvidaron, el barrio
que el ángel nunca olvidó, donde una tumba de frutas anaranjadas se mantiene
abierta y vacía. Alonso nunca volvió a soñar con ese lugar de perdición y alienación
inmunda. Lo despertó su madre, golpeteando sus pies, como siempre.
La postal que Alonso siempre recordó; aun cuando abandonó la
casa de sus padres – aquella granja construida por el excéntrico doctor Hernández,
quien falleció en ominosas circunstancias tras mantener, a sus 85 años,
relaciones sexuales con un par de mujerzuelas – para casarse con el único amor
de su vida; aun cuando se mudó a la ciudad para afrontar su primer empleo
formal; aún cuando logró desterrar sus hábitos nocturnos de insomnio; fue la de
ese ser de infinita y violenta perfección, el ángel que, sin vacilar ni un
instante, no temió actuar bajo el copioso y ancho sol, salvando al detestable e
imperfecto Navarro, quien descansaba desde esa inolvidable noche de otoño en
una fosa que él mismo había cavado, a la que se había arrojado sin más, una
tumba, un abismo de mandarinas, materialización mugrienta y mohosa del caos
trepidante de la última desgracia.
Claro, todo aquello no era más que un desvarío onírico.
Mientras Alonso soñaba y soñaba, Navarro aguardaba pacientemente, en su isla de
paredes blancas, el mensaje que cambiaría su pálida existencia para siempre.
Written and Posted by
Cesar de la Luz
Dedicated to Luciano
‘Lulo’ Barreda