Ésa es una aventura que todos los
hombres tienen que correr [...] todos han
de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de una forma u otra su propia ruina:
de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de una forma u otra su propia ruina:
o
porque nunca estuvo angustiado, o por haberse hundido del todo en la angustia
[…]
Tanto más perfecto será el hombre,
cuanto mayor sea la profundidad de su angustia.
Sören Kierkegaard [El concepto de la
angustia]
Lo innombrable - Offtopic
Bajo la sutil
y obsoleta luz amarillenta de una lámpara incandescente; de cara al abismo de
desesperanza de la última desgracia; maravillado ante esa preciosa e inmóvil figura
de cabello pardo y redondeado rostro; sentado frente a una mesa decorada solo con
una cesta de frutos abominables; enterrando el ordinario pasado reciente; Navarro
disfrutaba genuinamente de la vida. De todas las frutas, una en particular llamaba
su atención: una pequeña, más bien deforme, anaranjada y de aroma venenosamente
dulce. Aquella tarde de miércoles – soleada como en sueños, exigua como en
pesadillas, atiborrada de bellas emociones, esplendor de la triste realidad –
trascendía las barreras del tiempo y del espacio, fusionaba arteramente la
razón con la locura, proponiendo un verdadero juego de maldades entre el
demoníaco cielo y el glorioso infierno. La mismísima nada, con su verdoso
cuerpo desafiante de todas las leyes naturales, sin que nadie pudiese notarlo, menos
evitarlo, reptaba por sobre las veredas y calles, abriéndose paso entre las ominosas
masas grises y las horripilantes plazas de esa inhóspita ciudad imaginaria que,
aún hoy, huele a mandarina. Todo aquello estaba construido tan solo para
derrumbarse, y Navarro lo sabía desde el momento en que ese mundo había sido
levantado, una copiosa noche de otoño.
El desgraciado
fumador no podía recordar si había comido dicho fruto. Tampoco recordaba el
origen de los bestiales golpes que podían oírse en la habitación contigua. Sin
embargo, con envidiable claridad, inmortalizó en su memoria las fotografías que
había visto en aquel momento aciago, y también esa sonrisa que durante eones
recorrerá el derruido camino entre su alma y su corazón, arrastrando consigo
una dichosa tristeza. Todas esas visiones podían, o bien ser producto del
deplorable y habitual estado mental de Navarro, o ser obvia consecuencia del
terror proporcionado por aquella tempestad inconcebible que azotó al navío
blanco que tripulaba, comandado por un juvenil y excéntrico capitán.
Al tiempo
que las furiosas aguas del Mar de Baraja golpeaban la débil y maltratada barcaza,
bajo un cielo curiosamente despejado, y mientras casi toda la tripulación perdía
la conciencia merced a una extraña enfermedad, Navarro notó que algo
sobrevolaba a la par de la embarcación. Contrastando con la inmortal oscuridad
de la noche, pudo ver con claridad eso que se elevaba con delicada perversidad.
No parecía real, solo una mandarina más en la imaginación de un demente; un
demente que pronto se sumergiría en las profundas aguas de aquello que había
creído desterrado por la eternidad.
Los médicos
que atendieron a los ocupantes del navío en desgracia atribuyeron la fiebre,
las alucinaciones y los posteriores desmayos, a la comida en pésimo estado y a
las exóticas bebidas consumidas durante la noche del sábado. Al parecer (y con
justa razón) los especialistas prefirieron no adentrarse en lo desconocido, en
eso que no pueden explicar por miedo al ridículo. La doctora sureña que examinó
a Navarro, en la tarde del domingo, nunca abrió la boca. Tampoco el desdichado
fumador lo hizo. El propósito de la travesía por el furtivo Mar de Baraja no
era menos absurdo que el de otros, pero ninguno imaginó terminar rogando por su
vida al mezquino dios.
A pesar de
su estado deplorable, la embarcación Ballester – bautizada así por el ya
retirado capitán Garrido, el más temerario de su generación – era el orgullo de
la flota del Norte, compuesta por un interminable número de naves, de las más
diversas características y las más heterogéneas e insólitas tripulaciones. El
lector no debe esperar una detallada descripción del barco, pues no soy un
experto en la materia y con seguridad nunca lo seré. Basta con decir que el
casco, en su esplendorosa totalidad, estaba pintado de rosa, devenido en una
especie de gastado blanco tras la inverosímil cantidad de viajes realizados. Fue
el hijo del antiguo capitán, un joven impetuoso, de excelsa vida nocturna,
quien tomó la posta familiar, y se encargó de aquella barcaza inmemorial. Bajo
su mando quedarían Espinosa, vicecomandante del Ballester; Romano, el mecánico;
Darío, el cocinero; y Navarro, encargado de limpiar los baños. Ni un millar de
palabras bastarían para describir sus virtudes; pero mucho menos alcanzarían
para enumerar sus vicios y miserias. Quien completaba el intrépido grupo de
exploración era un ser de interminable ominosidad, que todo lo domina y todo lo
sabe, aún sin saber que sabe y domina todo lo que sabe y domina.
El navío
zarpó del puerto Soriano, ubicado en la pacífica y mugrienta costa este de la
ciudad sin nombre, a las cinco en punto. Esa tarde de sábado, momento en que el
Ballester se adentró en las terroríficas aguas del Mar de Baraja, no será
fácilmente olvidada. Como tampoco será olvidada la primera noche a bordo, en la
cual casi todos los tripulantes del vapor cayeron víctimas de una extraña fiebre
de procedencia desconocida, inexplicable hasta para el más sabio de los médicos
consultados. El limpiador de baños fue el único inmune a esta particular
afección; sin embargo, este desdichado hombre padeció algo mucho peor:
tormentosas e inenarrables visiones, que lo llevaron a un calamitoso estado de
locura, comparable solo con lo vivido en aquel templo de intensa malignidad, donde
despigmentados terroristas propiciaron un baño de sangre insólito, o en el
ominoso rincón gris, donde asistió a su propia muerte.
Y por
supuesto, nada ni nadie podrá desterrar de la memoria de esos marineros los
hechos que se produjeron aquella soleada mañana de domingo, instante en que todos
los que habían caído despertaron, y se encontraron con Navarro, completamente embriagado
en inefable demencia, echado sobre el verde asiento del camarote del capitán,
repitiendo una y otra vez una frase que se grabó a fuego en los corazones de
quienes la oyeron; y decía más o menos así: “hoy no… el ángel otra vez no…por
favor, esta noche no…”. Su tono, débil por descaro, cubría al mensaje con de un
halo absurdamente esquizofrénico.
Nadie le
encontró explicación coherente a los incoherentes susurros del incoherente
limpiador de baños. Tan solo el desgraciado cocinero, algunas semanas más tarde,
con Navarro ya recuperado del espanto que destruyó sus nervios, pudo comprender
lo sucedido, aunque con ciertas reservas pues uno no tuvo el coraje para
contarlo todo y el otro para indagar lo suficiente. Esa noche de primavera, a
bordo de un cansino navío blanco, que de blanco no tenía nada, nuestro singular
protagonista, cuya vida parecía haberse extinguido tiempo atrás, volvió a
sentir el lánguido latido de su corazón.
Varados en
la grandiosidad de un mar verdoso y repugnante, la inexperta tripulación sufrió
los embates de la locura, estigmas del elixir que el joven capitán les había
proporcionado; una bebida sagrada, proveniente del remoto oeste y de sus
templos aún más remotos. Ya sea producto de las alucinaciones de estas
extravagantes pociones o del diabólico sonido de la innatural tormenta a la que
el navío se vio sometido, casi todos cayeron enfermos. Tan solo Navarro quedó
en pie, desprovisto de toda protección mental, ante la soledad y la inmunda
visión de aquel manto estrellado de color negro azulado que se levantaba sobre
el barco y sobre el interminable Mar de Baraja. Es entonces que deja de tener
sustento la teoría que afirma que la insondable masa de agua brinda cierto resguardo,
y repele toda clase de soporíferos horrores; muy por el contrario, las eternas
aguas de la devastación se comportan como un imán de absurdo desquicio y de
todo aquello que los hombres desconocen desde su concepción.
El dulce
sabor de la mandarina era la fiel imagen de la felicidad de un muchacho algo
sucio y algo desprolijo, un delicioso veneno que alimentaba el motor de su
existencia. Sentado frente a una redonda mesa blanca, admiraba sin temor a su
más preciado tesoro, que brillaba más que miles de soles y personificaba todos sus
deseos, los ocultos y los conocidos por todos. Muy lejos estaba la sombra
copiosa; aún más lejos, las negras nubes de la desolación; cerca, el gigantesco
sol, que asomaba con esplendor perfecto, acariciando la mejilla izquierda del
pobre muchacho con sus cálidos rayos de perversa ternura. Deseó Navarro, aquel
momento fuese eterno. Hoy desea nunca haberlo vivido.
Para una
sencilla comprensión de los hechos que llevaron a estos falsos héroes a un
nivel único de alienación, debo remontarme a los comienzos del viaje a bordo
del Ballester. Con este propósito, transcribiré, hasta el más mínimo detalle,
lo que el capitán del navío, el joven Garrido, apuntó en su bitácora de viaje:
“Diecisiete
horas: Comienza la travesía en busca del Arrecife Dorado. Espinosa no para de
gritar de la excitación. Romano se entretiene con un aparato rectangular negro
que trajo consigo. Navarro mira constantemente el cielo grisáceo. Parece
esperar algo o a alguien. Nunca voy a comprender las cosas raras que hace y
dice; si no fuese bueno limpiando baños no lo traería más conmigo. Los otros
dos observan el majestuoso y trepidante mar con suma atención; al menos ellos
sí ayudan. Me gustaría beber algo fuerte.”
“Diecisiete
horas nueve minutos: El viento opone resistencia. No es una dificultad
insalvable si se tiene destreza suficiente como la que tiene un buen capitán. En
minutos llevaré a cabo el ritual que la familia Garrido ha repetido cada vez
que se embarca: lanzar una bolsa con 33 monedas de Ramos al fondo del mar. Los
dioses estarán con nosotros. Eso lo puede intuir solo un ilustre capitán.”
“Diecisiete
horas veintiún minutos: Acabo de terminar con el ritual. El puerto Soriano se
ha ocultado de momento. Seguramente volvamos a verlo el día de mañana, con el
éxito a cuestas.”
“Dieciocho
horas treinta y cinco minutos: La quietud de las aguas me perturba un poco.
Asumía un embravecido mar en estas latitudes. Espinosa ha comenzado a beber y a
hablar con cierto desparpajo. Espero no se embriague antes de llegar al Arrecife.
Romano se ha dormido: con seguridad anoche no pudo descansar lo suficiente;
espero que el Ballester no falle pues no tendríamos mecánico. Navarro continúa
en las nubes, como si quisiera saber en qué momento ese ‘algo’ se presentará (si
es que se presenta ante él). Espero se muera. Tal vez Espinosa deba compartir
algo de su bebida conmigo. He perdido de vista a los otros dos. No quiero ni
pensar qué están haciendo; mi cocinero también está chiflado.”
“Diecinueve
horas: El sol comienza a ocultarse detrás de la infinita alfombra anaranjada.
Voy a tomar algo antes que caiga la noche, o no podré reaccionar ante un
posible peligro. Romano se ha despertado al fin. Tengo la sensación que nos
hemos desviado un poco, pues ya deberíamos estar viendo las aureolas del Averno.
Un rumor extraño, algo así como un rugido, se entrevera con el sonido seco del
agua golpeando mi barco.”
“Diecinueve
horas dieciséis minutos: El Ballester ha comenzado a tener problemas, pero nada
tienen que ver las acciones o decisiones del capitán. El clima es incomprensible
en estas regiones desoladas. Asoman las estrellas entre el claroscuro; el
comportamiento del mar es pavoroso por momentos. Con la caída del sol y la
marea actual es imposible vislumbrar el arrecife; temo nos hayamos desviado. Posiblemente
debamos anclar aquí y esperar hasta mañana. Espinosa es alguien en quien no se
puede confiar cuando está borracho.”
“Diecinueve
horas veintiún minutos: Acabo de ver el rostro de Navarro, y me ha
proporcionado una cuota de horror mucho más grande que cualquier adversidad
climática: parece haber dejado de buscar ‘eso’ que buscaba; ha adoptado una
mueca siniestra, como si supiese cuándo y cómo aparecerá, como si estuviese
elucubrando algo espantoso y copioso. Temo un motín, aunque es solo el
encargado de limpiar los baños. Romano ha comenzado a beber también mientras
habla con mi cocinero y el ser sin nombre y sin rostro.”
“Veinte
horas treinta y siete minutos: El cocinero y el ser sin nombre han comenzado a
preparar la cena. No comprendo la receta, pero utilizan todo el queso que
cargamos por la tarde. Afortunadamente hay suficiente elixir. Navarro parece
estar tarareando una canción. Le temo por momentos. Una densa neblina ha
comenzado a levantarse. No imaginé a un Mar de Baraja con tantas
complicaciones. Tal vez debimos aguardar algunas semanas para viajar. Espinosa
no es de confiar cuando está sobrio tampoco.”
“Veinte
horas cuarenta y dos minutos: Anclamos finalmente. Mañana continuaremos con la
búsqueda.”
“Veinte
horas cincuenta y cinco minutos: Trataré de beber mucho para echarme a dormir
lo más rápido posible. El aroma de la comida comienza a abrir mi apetito. Un
sabio capitán se alimenta primero que su tripulación para poder guiarlos a la
victoria rápidamente. Es extraño, pero Navarro abandonó su estado catatónico y
se acercó para conversar con los cocineros.”
“Veintiún
horas dos minutos: El ser sin nombre y sin vergüenza parece haberle dicho a
Navarro algo que lo dejó completamente congelado, pero no tengo idea qué. Un
gran capitán no se entromete en asuntos triviales y ajenos, especialmente si de
inexpertos navegantes se trata. Aunque, haciendo honor a la verdad (algo que me
distingue, por otro lado), la mueca del limpiador de baños, mientras veía hacia
la mismísima nada, me asustó bastante. No viajará más en el mismo barco que este
grandioso capitán; lo odio. La conversación reciente con Espinosa me ha dejado
satisfecho, así también como los tragos que bebimos, observando el interminable
manto de agua que Dios creó. Me pregunto que le habrá dicho el ser sin nombre a
Navarro…”
“Veintiún
horas cincuenta y nueve minutos: Por fin, todos reunidos. Con este excelso
capitán como anfitrión, en el hermoso Ballester, comenzamos a comer y a beber. La
temperatura ha bajado, pero reina la paz a bordo y también en los alrededores. La
intensidad de los vientos amainó y las aguas ahora están quietas. El éxito está
asegurado. Una peculiar niebla no me permite ver la luna todavía.”
“Veintidós
horas un minuto: Este sabio capitán ha optado por levar anclas y proseguir con
el viaje. La cena también continúa.”
“Veintidós
horas catorce minutos: Es un desastre!! Las condiciones climáticas se han
modificado radicalmente. El navío es imposible de controlar con las ráfagas
furibundas. No lograremos encontrar el Arrecife; por el contrario, creo que encontraremos
la muerte. Tengo mucho miedo… Que Dios me ayude a mí y solo a mí… Maldito
cocinero, maldito ser sin nombre, maldito mecánico, maldito Espinosa, maldito
Navarro… Que Dios me ayude a mí y solo a mí...”
Esas fueron
las últimas palabras que el joven capitán Garrido pudo apuntar en su bitácora
de tapa blanda color caqui. Mientras observaba aquel desenlace furtivo, guardó
la libreta en su chaqueta y no se la mostró nunca a nadie. Por qué escribía en
lugar de dar instrucciones de navegación en un momento de emergencia, es algo
que desconozco. La trepidante tormenta destruyó gran parte de la popa del
Ballester. La nave no se había hundido solamente por la enorme y divertida
misericordia de Dios. Los vientos cruzaban el estrecho barco con una fuerza
nunca antes experimentada ni por el capitán ni por su vicecomandante,
abalanzándolo de forma terrorífica. Los mandos ya no respondían, y cualquier
pedido de socorro sería en vano, encerrados en una inmensa muralla de agua
negruzca y despiadada.
En el
preciso instante en que la tempestad parecía alcanzar su punto crítico, el
cielo comenzó a desempolvar al astro que guía a aquellos que han visto
ocultarse el gigantesco sol para siempre. Mientras el navío, al borde del
hundimiento, era alcanzado por espeluznantes holas de inenarrable altura, la
neblina comenzó a retirarse con envidiable tranquilidad, desnudando al
estrellado cielo azulado y a la helada y preciosa luna, sueño imposible de los
muertos en vida. La tripulación del Ballester comenzó a perder los estribos entonces,
asombrados al ver amainar la lluvia y la letal ventisca. Operó en ellos un
drástico cambió; afectados por algún tipo de enfermedad soporífera, comenzaron
a tener alucinaciones, que culminaban en un desmayo febril. Espinosa, el ser
sin nombre y sin voz, el cocinero y Romano fueron los primeros en caer. Sus
últimas visiones guardaban relación con una antigua guerra, un teatro en llamas
y un dictador de interminable vigencia y poderío. Pronto, el joven capitán
Garrido cayó. Antes de perder la conciencia notó que Navarro no paraba de
observar a una especie de pájaro negruzco que sobrevolaba a la par de la
embarcación vetusta.
Todo se
desarrolló a una irrisoria velocidad. El limpiador de baños apenas notó el
inmenso parecido entre esa ave y los seres alados de leyenda, creados por dios,
utilizados por el diablo. Con el destello de las estrellas culminaba la
trepidante tormenta, y Navarro por fin se encontraba con eso que había estado
esperando desde la partida del navío del puerto Soriano. Sin embargo, lo que
imaginó, nunca sucedió. Todo lo contrario.
Aquel ángel
vestido de negro, celestial humanización de la redonda y blancuzca luna,
descendió rápida y elegantemente a la cubierta destruida del Ballester, donde Navarro
permanecía petrificado por esa indecible visión, con los ojos abiertos como un
par de huevos fritos y una tensión absolutamente irreproducible en la
mandíbula. El ángel retrajo, entonces, sus hermosas y espectrales alas,
acercándose con misteriosa lentitud al único miembro de la tripulación que no
había caído víctima de esa extraña y macabra fiebre marina. La expresión del
pobre desgraciado lindaba lo absurdo, y hubiese provocado una mueca de piedad
hasta del mismísimo diablo de papel. Retrocedió en el instante en que aquel ser
alado posó sus delicados pies sobre la derruida barcaza, temiendo por su vida y
por la de sus inconcientes compañeros, quienes debían estar en el mundo
perfecto. Cuando el ángel levantó su cabeza, permitiendo la visión interminable
e intolerable de sus bonitos, pequeños y oscuros ojos, el limpiador de baños
recordó lo que en el “jardín de la mentira” había nacido y fenecido: la última
desgracia. En honor a la verdad, que muchos saben pero pocos aceptan, esa
desgracia siempre había brillado en su interior, oculta solo por el confuso resplandor
del confundido sol, apagado para siempre. Aún en la más repugnante noche, aún
con la infernal música sonando, aún con el pesado recuerdo de los días de
invierno que jamás volverían, aquel sentimiento verdoso continuaba vivo.
Navarro no
tuvo chance ni siquiera de pestañar pues no quería ni podía darse el lujo de
perderse detalle alguno de ese ángel de sempiterna hermosura que vestía
completamente de negro, señal de divina malignidad; su piel perfecta brillaba aún
en medio de la tenebrosa oscuridad del Mar de Baraja; era la suave brisa del
norte la que volaba aquellos rizos dorados de innatural magnificencia, y los
dotaba aún de más belleza; y, a pesar de ser más bien pequeña, aquella muestra
absoluta de perfección, podría haber embobado y encantado hasta al demonio más
detestable.
El
limpiador de baños se dejó caer, apoyando sus rodillas en la desvencijada
cubierta de madera, golpe que se pudo oír aún con el silbar del maléfico y
quejumbroso viento. Al borde de las lágrimas, inexplicables, comenzó a perder
la cordura. Sacudiendo la cabeza, tapándose el rostro con ambas manos, intentando
en vano desterrar todo pensamiento desgraciado de su alma, fue incapaz de
evadir el incierto mundo que le esperaba tras esa barrera. La cocina de paredes
amarillas, sitio que nunca abandonaron ni su memoria ni su alma, apareció
nuevamente para arrasar con lo que quedaba de su conciencia. Las mandarinas
formaban una inmensa montaña, sobre la redonda mesa blanca, cayendo en las
piernas del pobre Navarro, que nada podía hacer para evitar el derrumbe,
abandonado por la sombra que una vez lo asesinó.
Navarro
comenzó a gritar como un loco y huyó despavorido, intentando arrojarse al mar
sin importar nada más. Es así que obligó al ser de negras alas a actuar rápidamente,
recurriendo a un macabro artilugio que ahogó sus eternas penas en el mismísimo
sótano de su alma. Antes de una posible tragedia, el ángel de cabellos dorados
tomó de la cintura al demente muchacho que había alcanzado el borde del
precipicio; lo rodeó con sus pequeños brazos, apretándolo con todas sus
fuerzas, que naturalmente no eran muchas. Navarro tembló. De repente, comenzó a
borronearse la imagen del cuarto con la redonda mesa blanca, y las mandarinas,
finalmente, desaparecieron por completo, como derritiéndose en un horno
inconcebible. Navarro recuperó la conciencia completamente tras esta sucesión
de absurdos; ahora no agonizaba en una tierra innombrable, sino en brazos del
ser más hermoso de la tierra, o mejor dicho, de los cielos. El Mar de Baraja
parecía congelado; el cielo, tan despejado como en sueños. Fue entonces que se
dio vuelta y pudo observar con lujo de detalles el rostro de cuadradas
facciones, precioso por siempre, destellando por efecto de la cegadora luz de
la luna, sonriendo como la muerte le sonríe a todos los que la buscan con
desesperación. No pudo ver más.
El
desgraciado muchacho despertó en una improvisada enfermería; sin recordar cómo
había llegado al camarote del capitán, y sin tener noción de las palabras que
no dejó de repetir hasta que lo encontraron allí, desparramado y completamente
loco. Por obra de la casualidad, la tripulación del Ballester fue socorrida por
la nave exploradora Escalada, cuyos médicos se encargaron de atender a los ignotos
heridos.
Así como la
calma siempre es inequívoca señal de una sucúbica tormenta (y viceversa), los
ominosos sueños también terminan siendo la antesala de confesiones de un muerto
que aún tiene la desgracia de respirar. Fue el infortunado cocinero quien debió
soportar el peso del pasado, y oír todo lo que su antiguo compañero de
aventuras vivió en la inmensidad de la noche del Mar de Baraja. Darío no
comprendió ciertos aspectos, absolutamente impersonales; la gran mayoría de las
situaciones quedaron libradas a la más libre interpretación ante la ausencia de
detalles. Durante esa conversación recordaron la tempestad inenarrable, la
fiebre alucinatoria de extraña procedencia, el resplandor de la luna mientras
las olas descuajaban el viejo casco de la nave blanca, que de blanco no tenía
nada, el vuelo celestial de un ser que no pertenece a este mundo, aquellos
pequeños ojos de intensa compasión y perversidad, la inolvidable voz
socorriendo a la mismísima locura, la sonrisa preciosa en el rostro más
perfecto, y, por sobre todas las cosas, la caótica montaña de mandarinas que con
impiadosa furia sobre la cabeza de Navarro cayó, desolador estigma de la última
desgracia.
Written and Posted by
Cesar de la Luz
Dedicated to Zaira Nara